Arturo Maccanti, que falleció en 2014, siempre me decía que había que tener siempre varios calderitos al fuego. Yo no lo entendía bien, ni jamás le quise preguntar por el significado de sus palabras, pero siempre sintonicé con Arturo, para muchos –para mí, desde luego— mejor poeta de la historia de nuestra literatura. Era un crack.
Nació en Las Palmas y fue premio Canarias de Literatura. Su poesía es intimista, suave, triste a veces. Me regaló todos sus libros, me los dedicó, nos íbamos de vez en vez a almorzar y un grupo de amigos intercedimos para darle una vejez mejor. No lo conseguimos: todo el mundo se nos cerró en banda, autoridades incluidas. Arturo merecía una cátedra de poesía que nunca le dieron porque la autoridad, incluso la Universidad, está negada para los poetas y para la creación literaria.
Arturo pertenece ya al club de los poetas muertos. Qué pena. Había estudiado y ejercido brevemente la abogacía; había sido guía turístico. Había hecho poesía, en su Tacoronte tan amado, con el agua que sale de una manguera después del lavado de su coche en una calle pina. Le gustaban las formas y era un caballero.
Arturo veía más de lo que la gente normal alcanza a percibir. Y tenía un genio gracioso que le llevó a discusiones profesionales con otros poetas y escritores. Muchas veces me llamó: “Haz prosa poética, coño, Andrés, que es lo tuyo”. “Yo hago de todo, Arturo”.
Le molestaban las campanas de la Concepción, pero ¿quién paraba eso, amigo? Y caminaba por La Laguna, últimamente con pinta de anciano. No me gustó nada la última vez que lo vi. Sentí algo inexplicable, como si Arturo estuviera dando sus últimos paseos, de lo deteriorado que estaba.
¿Poeta incomprendido? No, no lo creo. Poeta comprendido, poeta de versos desgarrados, poeta de noche. Poeta atormentado. Pero poeta amigo. Cuando murió fue como un mazazo para sus amigos. Me propuso, sin éxito, para la Academia. Era un pícaro, con la vida puesta por montera muchas veces. Lo recuerdo mucho, recuerdo aquellos encuentros en los que hablábamos de todo, menos de poesía. De poesía estaba él lleno, pero la dejó en sus libros, tan sensibles y tan bellos. Mientras, Tacoronte seguía en la cuneta.
Sobre todo era una gran persona, un intelectual de los de antes , muy “leído y escribido” por eso los mediocres subvencionados y “sobrecogedores “ prácticamente le negaron el pan y la sal a este auténtico paseante bohemio de nuestras calles laguneras y tacoronteras. Lo menos que podrían hacer es aunque sea a título póstumo es hacerlo hijo adoptivo; pero va a ser que no. Arturo no morirá del todo mientras que permanezca en nuestro recuerdo amigo Andrés.