En estos momentos se empieza a organizar todo el ceremonial que rodea a la muerte de un papa. Darle tres golpes en la frente al cadáver, una vez que el médico certifica su muerte, con un pequeño martillo. Destrucción con un martillo de plata (al menos es la tradición) del anillo del pescador, que se retira de la mano del pontífice fallecido. Convocar el cónclave. Todos los cardenales, menos tres, cesan en sus cargos.

Quedan, para organizarlo todo, el decano del Colegio Cardenalicio, cardenal Re; el camarlengo americano monseñor Kevil Farrell; y el protodiácono que anuncia desde el balcón principal de San Pedro la elección del nuevo papa, cardenal Dominique Mamberti. Sólo estos tres cardenales aseguran el gobierno de la Iglesia durante lo que se llama sede vacante. Ninguno de los tres puede tomar decisiones trascendentes, sólo de trámite. Roma empieza a concentrarse en el Vaticano. Re ha anunciado la muerte del papa al Cuerpo Diplomático; Farrell se convierte en gobernador del Estado Vaticano; Mamberti espera asomarse al balcón para anunciar el sucesor de Francisco. Mientras tanto, los cardenales y sus secretarios sacan billetes para Roma, desde donde estén. Los miembros del Colegio cardenalicio son actualmente 252.

De ellos, 138 son electores al tener menos de 80 años. El resto no estará en el cónclave. De todos estos cardenales, Francisco ha nombrado a 149, más que Juan Pablo II y que Benedicto XVI. Ahora mismo comienzan a ponerse en marcha lo que llaman intrigas vaticanas. Lo son y muy profundas. Es una lucha “piadosa” por el solideo blanco, que es un poder. Se ponen en marcha muchos mecanismos en la elección del nuevo pontífice, pero parece que este cónclave estará más reñido que los anteriores inmediatos. Empiezan las quinielas en Roma y hasta tengo una lista de favoritos, pero ya lo saben ustedes: en el cónclave, quien entra papa sale cardenal. Como es cosa del Espíritu Santo, sólo el Espíritu Santo lo sabe. Ahora hace falta saber lo que es el enigmático Espíritu Santo, porque yo nunca lo he entendido.