Llevamos un par de días disfrutando del Caribe panameño, en la isla de Colón, provincia de Bocas del Toro. Y hoy hemos tenido la oportunidad de visitar Playa Estrella, un paraje precioso llamado así por las muchas estrellitas de mar que viven en la orilla.
La playa alberga muchos chiringuitos donde se degustan unas langostas a precios yo diría que asequibles, desde 15 a 50 dólares, dependiendo del tamaño del crustáceo. Las langostas se mantienen vivas en unas jaulas, colocadas dentro del agua.
Música de salsa –que aquí no desaparece— sonando a toda pastilla y el ambiente nos recordaba a los Carnavales, excepto que aquí no hay Callejón de los Rabinos, es decir, Callejón del Corynto. Incluso vimos a un tipo vestido como El Zorro, con su máscara y todo, pero nuestro reportero, cuando El Zorro apareció de improviso, como en las películas, estaba haciendo sus necesidades más perentorias.
Le preguntamos al patrón de la barca que nos llevó hasta la playa si aquel Zorro panameño era lugareño o turista y el capitán nos dijo que se trataba de uno de los miembros de un grupo de moteros, que había sido visto la noche anterior en una discoteca del pueblo con el mismo disfraz, antifaz incluido.
Nos tomamos una piña colada en uno de los bares caribes que pensamos que era de un madurero –venezolano de Maduro–, porque allí lucía una decoración navideña impropia de septiembre. Justo era el 13, víspera del Cristo.
Los tres del grupo, ya incorporado el fotógrafo, quisimos cruzar la playa de punta a punta. En un momento nos encontramos a varias personas saliendo del agua, despavoridas. Una señora nos advirtió de que alguien se había meado, porque el orín atrae a estos peces. Ni que decir tiene que Cristina y yo miramos al fotógrafo, mosqueados. Yo desconocía la relación entre el orín y la raya, pero cada día se aprende una cosa nueva.
El pez permaneció de parranda por la línea de costa toda la mañana. El caso es que después de almorzar, Cristina Darias y Wifredo Jiménez, nuestro fotoperiodista, se metieron en el agua a darse un chapuzón y tras unos minutos, en los que se mantuvieron estáticos, una niña local, Laura, de cinco años y con vista de águila, gritó: “¡Cuidado, la raya!”. No les quise preguntar a los dos que estaban en el agua si se lanzaron por culpa de las cervezas consumidas.
Recordé entonces la panzada de langosta que nos habíamos comido y no paraba de pensar que la raya había pasado dos o tres veces por delante de la jaula que contenía nuestro almuerzo. Pero, la verdad, nos supo a gloria.