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lunes, noviembre 11, 2024

La Laguna, un aperitivo infinito

He leído de un tirón el último libro de Juan-Manuel García Ramos, “La Laguna, un aperitivo infinito”. Es un diálogo novelado que comienza con una introducción del autor usando unas subordinadas muy elegantes, propias de un escritor fino. El libro va de cultura y de La Laguna, una ciudad trasladada por los contertulios a un ambiente de esa Europa que somos en medio del océano, frente a las costas de África. Hablan de Nietzsche y de Heidegger profesores que estudiaron en Alemania, como José María Hernández-Rubio y Felipe González Vicén, acompañados del canario José Peraza de Ayala y de una misteriosa señora. Se reparten los papeles sin un esquema adaptado al drama ni a los diálogos platónicos. Es un relato basado en una larga conversación donde se resalta la interesante vida de una ciudad heredera de una vocación ilustrada, como si fuera la Atenas de Aristóteles, o más bien la Weimar de Goethe, en una pequeña ciudad de unas islas atlánticas. Este es el gran atractivo de La Laguna, que hay que saber desentrañar en un ambiente de broma infinita escondido en disquisiciones culturales. El infinito, como imagen de una constante repetición, igual que en la novela de Foster Wallace.

La Universidad y el Ateneo son los pivotes donde se apoya el relato acompañando a unos gin tonics, pero no en el bar del tópico al que le han crecido unas facultades alrededor, sino en uno, frente a la catedral, que emparenta a la vida urbana e incluso a la rural con la cultural y docente, moviéndose en una larga discusión sobre cuestiones fundamentales del hombre y de la vida. Retrata a esa magia que ha hecho a esta realidad tan atractiva, identificando a todos los territorios de alrededor, como la feria de una periferia que abarca a todo un archipiélago.

Juan Manuel vuelve a hablar de la muerte del poeta Domingo López Torres, el tema de su anterior publicación. La señora que asiste a la conversación dice que en Santa Cruz no hay Ateneo ni una tertulia como esta. Aunque los de la revista Gaceta de Arte se inventaran un Ateneo para su exposición surrealista de 1935. La eterna pugna entre las dos ciudades que conviven con el recuerdo de un desalojo. En Santa Cruz hubo una tertulia entre los años 60 y 70 en el restaurante Soto Mayor donde se reunían los del grupo Nuestro Arte y los de Gaceta. Sobre los aspectos literarios llevaba la voz cantante don José Arozena, que era jurado del premio Nadal. Era multitudinaría y tomaban whisky en vez de gin tonic. El lugar del cónclave estaba a pocos pasos del Museo, que llevaban Miguel Tarquis y Antonio Vizcaya. Los de Gaceta eran los restos de un surrealismo que ya no existía, quizá por eso fuera mítico, minoritario y casi obsoleto, pero era lo único que había.

El siglo XX estuvo lleno de esas corrientes efímeras que le añadían un ismo a una palabra recién descubierta, como los cazadores de mariposas. Luego el arte se ha ido asentando sobre principios más generales e inamovibles, donde la novedad ha dejado de ser lo más importante. Por eso don Felipe González Vicén dictaba cada año, desde el Aula Magna, su lección magistral sobre la muerte de Sócrates y lloraba cuando describía los pasos que facilitaban el recorrido de la cicuta al corazón y al final de la existencia desgranado intelectualmente bajo el gobierno de la duda.  Quizá en esto estaba la diferencia y ese aperitivo infinito que Juan-Manuel describe en su libro refleja una personalidad universal que huye de lo volátil para asentarse en lo que D´Ors llamaba la auténtica tradición, condenando al plagio a todo lo que se separara de ella. Gracias por este libro.

Julio Fajardo
Julio Fajardo
Colaborador de elburgado.com

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