En el Sur de Tenerife no corre el viento: corre el miedo. Y no es para menos. Desde diciembre, las noticias de cierres masivos de clubes cannábicos se han convertido en un goteo constante que ya no escandaliza, sino que aturde. Primero fueron treinta. Luego, 112. A este paso, uno se espera que clausuren hasta las asociaciones de bolillos si en sus estatutos aparece la palabra “verde”.
En medio de esta cruzada institucional, disfrazada de puritanismo legal, emerge una resolución judicial como una bocanada de sentido común. El Juzgado de Instrucción nº2 de Arona ha archivado el caso contra la asociación Green Life por no encontrar ni rastro de organización criminal, ni tráfico, ni lucro ilícito. ¿El resumen del auto? Ni pruebas, ni delito. Como mucho, alguna irregularidad administrativa. ¿Y eso amerita espectáculos policiales y precintos como si se tratara de un narcolaboratorio?
Pero aquí no se trata solo de un caso aislado. Se trata de una caza de brujas moderna, donde el estigma pesa más que la prueba, y el titular más que la verdad.
Porque el problema de fondo es otro, y lo sabe hasta el apuntador: la falta de regulación. Sin marco legal claro, todo queda al arbitrio del criterio más alarmista. Así, el mismo cultivo puede ser considerado autoconsumo compartido o tráfico ilícito según quién firme el atestado.
El auto judicial recuerda —con exquisita precisión— que hay clubes que no venden a cualquiera, que no publicitan en neones ni hacen turismo de porro. Que existen asociaciones donde el consumo es privado, controlado y sin ánimo de lucro. Y que esos espacios, mal que le pese a algunos, están evitando que jóvenes (y no tan jóvenes) acaben comprando en la calle, alimentando al mercado negro y exponiéndose a productos adulterados.
Mientras tanto, en el paraíso de las leyes ambiguas, se criminaliza a quienes intentan hacer las cosas bien, y se favorece —sin querer, claro— el negocio del que no tributa, no responde ante Sanidad, ni firma ni una hoja de ingreso.
Regular los clubes no es fomentar el consumo. Es controlar lo que ya existe, proteger al usuario, fiscalizar la actividad y cortar las alas al verdadero narco. Lo demás es teatro institucional y populismo moral.
Canarias necesita una legislación que distinga entre la flor y la podredumbre. Y eso solo lo hará quien tenga la valentía de dejar de fingir que aquí no pasa nada.