En el año 2012 publiqué, en el diario en el que entonces colaboraba, un artículo titulado Los viajes de César. Me refería a los dos viajes que el gran cronista, novelista, ensayista y poeta César González-Ruano hizo a Tenerife, invitado por Isidoro Luz, alcalde que fue del Puerto de la Cruz y presidente del Cabildo de Tenerife. Dictó, en uno de sus viajes, a finales del 60 y recién iniciado el 61, cuatro conferencias, una en el “Skandinavia”, el famoso bar culto de don Pepe Rodríguez Barreto, en el Puerto de la Cruz (calle Esquivel, en el patio de su casa); otra en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz; la tercera en Icod de los Vinos –cuyo alcalde, don Julio Arencibia, era un entusiasta de su prosa—; y otra en la Mancomunidad de Cabildos.
El gran Lorencito Bruno, el comandante Lorenzo, capitán de las Milicias Universitarias, gran conseguidor y entrañable amigo, que ya se nos fue, sostenía que Ruano montó un considerable pollo en la sociedad tinerfeña porque en uno de sus viajes vino a la isla “con un chucho, presentándola como su esposa; un penco del Alazán”. Cuando se enteraron aquí las señoras de políticos, escritores y representantes de la cultura que la habían recibido en sus casas, montaron en cólera y aborrecieron al escritor, incluso dirigiéndole cartas de recriminación, que éste jamás contestó.
No debió ser exacta la apreciación de Lorenzo. César se casó, en 1927, con la periodista Esperanza Ruiz Crespo y se separó en 1934. De este matrimonio nació su hija Clara. Luego se unió a Mary de Navascués, su gran amor, que le dio dos hijos, César y Marina. Mary era una mujer de buena familia, muy liberal y muy lanzada (obviemos detalles escabrosos atribuidos a la pareja), que acompañó a Ruano durante buena parte de su vida y hasta su muerte. En la esquela de “ABC”, en la que se daba cuenta del fallecimiento del escritor, no obstante, aparecía como su esposa su primera mujer. Con Mary nunca llegó a contraer matrimonio.
Hay una excelente foto, que reproduzco yo en uno de mis libros de memorias, y que he vuelto a traer aquí, de Imeldo Baeza, que retrata a Isidoro Luz con González-Ruano y don Luis Álvarez Cruz, gran periodista tinerfeño, tomada no sé si en el hotel Taoro o en el hotel Miramar, propiedad de la familia Luz, y que dirigió mi padre muchos años; aunque quien lo llevaba realmente era Gabriel Wolgeschaffen, en paz descanse, muy amigo de mi padre y una gran persona, mientras que mi progenitor se dedicaba más a las relaciones públicas, como gran amigo de Isidoro Luz que era.
Uno de los viajes de Ruano se produjo, ya digo, en el fin de año de 1960-61, y el escritor impartió cuatro conferencias en la isla, que le habrían pagado bien. Era el cronista más cotizado de toda España. Torcuato Luca de Tena lo contrató para su “ABC” –diez artículos al mes— por ¡mil pesetas! de la época, una fortuna. Pero las manías de grandeza de César González de Agüero Ruano y Garrastazu de la Sota (estos eran su nombre y apellidos completos), su afición al coleccionismo de antigüedades y su forma de ser no lo abandonaron jamás. Y siempre vivió a salto de mata con el dinero. Y diciendo casi lo que le daba la gana: en 1922 lo echaron del Ateneo de Madrid por llamar “pesado” y “cejijunto” a Ortega y Gasset.
La vida de Ruano tiene luces y sombras. Hace pocos años apareció un vengativo libro “El marqués y la esvástica”, de Rosa Sala y Plácido García Planas, donde se le relaciona con venta fraudulenta de visados para entrar en España a los judíos residentes en Francia, que acababan muriendo en Andorra, violentamente, sin conseguir entrar en nuestro país, supuestamente denunciados por el propio César. Pero parecen más leyendas urbanas que hechos probados, aunque no se descarta nada, por supuesto. Era tal su afición por los objetos viejos que, en cierta ocasión, como cuenta Manuel Román, visitaba la catedral de Sigüenza y le mostraron unas cucharas de oro del tesoro del templo, una de las cuales se metió en el bolsillo. Cuando fue descubierto, se limitó a decir: “Lo reconozco: soy un miserable”.
Conocí a Ruano en el Puerto de la Cruz. Yo era un niño de trece años y ya asistía a las conferencias en el Instituto de Estudios Hispánicos, pero lo conocí concretamente en el hotel Miramar. Me lo presentó mi padre. Tuve ocasión de escuchar entonces a los mejores intelectuales de la época. Y dos grandes amigos de Ruano, el poeta murciano Salvador Jiménez y el periodista canario Mariano Daranas, fueron también amigos míos. Con Salvador hice varios viajes –acabó siendo jefe de prensa de Iberia–; recuerdo especialmente dos, uno a Nueva York y otro a Long Beach (California). En Nueva York asistimos a uno de los últimos días del Guernica en el MOMA. Y en Long Beach recibimos información del porqué de los accidentes de varios aviones DC-10, en pleno vuelo, en la fábrica de MacDonnell/Douglas, luego absorbida por Boeing. Don Mariano Daranas, corresponsal de “ABC” en París durante la segunda guerra mundial, era un grandísimo periodista, amigo de mi padre y de Isidoro Luz. Fue determinante en mi vocación periodística.
González-Ruano definió el periodismo como la profesión de “tocarle los huevos a los ángeles”. Fue distinguido con el premio Mariano de Cavia y la Fundación Mapfre ha publicado parte de su obra. Yo he conseguido primeras ediciones suyas en la Cuesta de Moyano, en Madrid. Un gran especialista en su obra es el ex futbolista Miguel Pardeza Pichardo, que fue jugador y director deportivo del Real Madrid, doctor en Periodismo como yo.
Umbral definió a Ruano como el mejor cronista español del siglo XX y no le faltaba razón. Aunque no hay que olvidar a Julio Camba y al propio Umbral, por supuesto. No entró en la Real Academia Española de la Lengua –como tampoco Umbral–, porque ambos se negaron a hacerle la pelota a los académicos, visitándolos en sus casas como se hacía antes y creo que ahora también. César escribía en los cafés –sobre todo en el Gijón y en el Teide, muy cerca de su casa–: pedía recado de escribir (pluma y tintero) y escribía hasta cuatro artículos diarios para distintos periódicos. Los mandaba con un botones a los diarios y muchas veces los cobraba al contado. Cuando le regalaban estilográficas, que no sabía cargar, las mojaba en el tintero, como también hacía Cela, y rellenaba los folios. Ruano era amigo de Cela, incluso en una época vivieron en el mismo edificio, en Madrid. Una vez, en el Mencey, fui con el periodista Eliseo Izquierdo a entrevistar a Cela. Se cabreó con su mujer, le lanzó con rabia la estilográfica y la pluma quedó incrustada en la pared de su habitación. La pobre Rosario escapó de milagro.
Vamos a ver, fue Carmelo Rivero, director que fue del Diario de Avisos, y gran amigo, quien me anima a que cuente todo esto, para que no se pierda. Pero yo creo que lo he referido más veces. Ruano estaba obsesionado con su no probada nobleza y quería rehabilitar el marquesado de Cagigal, o de Casa-Cagigal. Un supuesto antepasado suyo fue capitán general de Canarias entre 1803 y 1809 y el cronista portuense, y alcalde, José Agustín Álvarez Rixo, lo calificó de “estrafalario y cornudo”. Ruano llegó a pedirle la rehabilitación del marquesado a don Alfonso XIII, que le prometió que se lo concedería, lo que no se produjo nunca. Fue durante el exilio del monarca en Roma. El escritor, antes de la guerra mundial y durante la guerra civil española, era corresponsal de “ABC” en Italia y se enamoró de una pequeña población costera, Positano, que yo visité hace cuatro años, donde al parecer –y según él– vivió los mejores años de su vida, en una casa alquilada, que reformó. Esa estancia feliz la truncó el comienzo de la segunda gran guerra. Era republicano, pero cuando cayó la Monarquía en España se hizo monárquico. Todo un cambio. A la vuelta de sus guerras vivió en Sitjes. Y en París frecuentó a Óscar Domínguez, el gran pintor surrealista lagunero, amigo, imitador y “negro” de Picasso.
Cuando escribía sus famosas Memorias, publicadas primero en prensa y luego en un grueso tomo, y le encargaban una conferencia, González-Ruano se limitaba a leer cuartillas de ellas. Su fuerte era la crónica, pero hizo biografías muy interesantes, como la de Baudelaire y la de don Miguel de Unamuno, cuya primera edición guardo yo como un tesoro. Como escribía tanto le sacaba partido a cualquier cosa, a cualquier situación. Una novela la despachaba en quince días, porque lo que le interesaba era cobrar.
Cultivó el ultraísmo en su poesía (la ausencia de rima, entre otras características), un movimiento breve que se opuso al modernismo con todas sus fuerzas, y era un dandi, impecablemente vestido, con bigotito a lo Dalí (ambos se parecían mucho) y chaleco. Dicen que, como no le pagaba a los sastres, entonces algo muy común, le encargaba cinco chalecos al mismo costurero, para no tener que ser perseguido por cinco a la vez, sino por uno solo. En Berlín contrató a un limpiabotas español para que le tradujera lo que decían los periódicos alemanes y luego enviar sus crónicas al “ABC”, porque jamás aprendió una palabra de este idioma. Sí hablaba bien el francés.
El periodista disponía en Madrid de secretario, chófer y doncellas, muchas veces sin poderlos pagar. Y compraba y vendía antigüedades y arte, sobre todo en el París ocupado, dicen sus críticos feroces que esquilmando las propiedades de judíos en apuros económicos, que deseaban salir de Francia. Tenía una facilidad enorme para montar historias y las que cuenta son realmente interesantes. Como cronista ya digo que fue inconmensurable; e incapaz de escribir en su casa. Era amigo de un gobernador civil de Cuenca, llamado Gabriel Juliá, que viajaba en su coche oficial con una metralleta, naturalmente en tiempos de Franco, para defenderse de los maquis que pudieran interceptarlo en la carretera, en sus frecuentes viajes de ida y vuelta a Madrid. Cuenca era una ciudad que encantaba a González-Ruano.
Reconozco que yo lo leía siempre, a diario, en los periódicos de Madrid, hasta que en 1965 murió y dispuso que velaran su cadáver colocado en el suelo, como así se hizo. Todos sus amigos pasaron por allí, desde luego también Mariano Daranas y Salvador Jiménez, ambos también fallecidos y ya digo que amigos míos y muy queridos. Ruano escribió hasta el mismo día de su muerte. Su último artículo, publicado en “ABC”, se titulaba “La Costumbre”.
Es difícil sintetizar tanto recuerdo, y lo hago un poco a vuelapluma, pero quizás valga la pena que al menos algo de todo esto quede para la historia. Yo creo que César e Isidoro Luz se conocieron en la Residencia de Estudiantes, con Lorca, Buñuel, Dalí y tantos otros. Pero Ruano no se llevaba muy bien con Lorca. Ambos se dedicaban frases muy hirientes. Ruano acabó por ignorar al poeta.
En el París ocupado fue encarcelado por la Gestapo, que no se fiaba de él. Escribió Balada de Cherche-Midi, en la cárcel del mismo nombre. Una maravilla. En Roma entrevistó a Mussolini (mediante un cuestionario previo); el duce mandó a su policía a vigilarlo. No pasaba desapercibido, era todo un personaje de novela, con aires de grandeza y una cultura que superaba lo normal. Sus crónicas y libros son un modelo de erudición. Estudió Derecho, pero jamás ejerció la carrera, sino que la acabó para contentar a sus padres. Fue un hombre de la noche, iluminado por incontables aventuras amorosas. Les podría contar muchas cosas más de él, pero lamentablemente tengo el espacio limitado. Quizá otro día, quizá nunca. Ahora estoy leyendo su Baudelaire y su biografía de Unamuno e intento conseguir algunas obras más que me faltan, en Amazon. A ver si lo logro. Escribió más de 30.000 artículos. En eso, en la cantidad, tiene algo en común conmigo. En cierta ocasión, Unamuno le dijo al periodista: “La verdad es siempre la del que mejor la haya creado”.