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Cajasiete
martes, 29 abril,2025

Unos apuntes para mis memorias: mi casa portuense

Mucha gente, amigos sobre todo, me advierten de que pasan los años y no he escrito mis memorias. No es del todo cierto, porque varios de mis libros, felizmente agotados en las librerías, hablan de mis recuerdos a lo largo de los años. Tal es el caso de “El Puerto de la Cruz en blanco y negro”, “Canarias en las urnas. Lo que nunca se supo”, “Canarias, crónicas de la información”, “Historias que parecen cuentos”, “El dedo de Mustafá” y algún otro que he olvidado. Y, por supuesto, “Memorias ligeras”.

Yo creo que para conocer mis vivencias en esta profesión, y fuera de ella,  si es que a alguno le interesan, sería bueno acudir a las hemerotecas. En mis más de 30.000 artículos, multitud de entrevistas y crónicas de viaje he reflejado, puntualmente y con minuciosa prosa, lo que me ha ocurrido por esos mundos de Dios, a lo largo de los años.

No sé, de verdad, el interés que tiene todo eso, pero son tantas las preguntas que me hacen los amigos y lectores y tan grande su preocupación porque amplíe lo ya contado, que hago hoy estas pequeñas consideraciones, aprovechando la fiesta próxima de la Navidad y las pocas ganas que tengo de entrevistar a personajes, algunos de los cuales ya no tienen nada que decir. Otros sí, claro.

Miren, estas líneas las escribo a las tres y media de la mañana, porque me he despertado y he decidido que no tengo sueño; y me doy cuenta de que he olvidado mandar al periódico mis dos páginas enfrentadas del lunes. ¿Y saben por qué no las había enviado? Porque estoy completamente seco de ideas, de temas y de ganas de contar lo que les ha pasado a otras gentes que ya tienen poco que decir.

Por eso les voy a hablar de mi casa portuense de la plaza del Charo, la que fue de mis abuelos, que la pica derribó porque los hermanos Olmo le pagaron a mi abuelo por ella diez millones de pesetas, al principio de los setenta. A mi abuelo le había costado la casa 500 pesetas y era una de las mejores del casco portuense. En esa mansión, que daba a la plaza del Charco y a la plaza de San Francisco por su trasera, por la parte de las caballerizas sin caballos, viví los mejores años de mi vida, aprendí a contar lo que veía, descubrí la que quería que fuera mi profesión –en mala hora–. Esa casa fue mi vida.

Cuando mi abuelo la vendió, ya con el progreso portuense encima, para mi fue un trauma y para él también porque a pesar de que con la venta iba un piso de regalo, jamás lo habitó. ¿Cómo iba un hombre de 90 años a resignarse a vivir en un piso de 120 metros cuando antes habitaba una casa interminable, de un montón de habitaciones, huerta, despachos, cuartos de recibo, salones de suelo de tea, preciosos, cortinas de damasco, garaje lleno de revoltillos porque mi abuelo había vendido sus coches por la edad, y todas las comodidades?

Pegada a la Casa Yeoward, era una de las mejores viviendas portuenses, con un amplio zaguán, un patio central con ñameras, una planta baja con un apartamento para mis padres y para nosotros –mis hermanos y yo– y una escalera elegante. Ahí viví mi infancia y parte de mi juventud; en el despacho de mi abuelo aprendí a manejar una máquina de escribir, leía a Azorín y las crónicas de Díaz-Cañabate, las terceras de Camón Aznar, de Ansón, de los Luca de Tena, porque el “ABC” llegaba por avión y estaba en casa un día después de su publicación en Madrid. Ahí, junto a la estufa de los inviernos portuenses, leí unas revistas con las crónicas de la guerra civil, que luego encontré en una feria del libro viejo y antiguo en Madrid y las compré. Pero se quedaron en Madrid.  Ahí, en ese despacho, preparé la memoria para entrar en la carrera de Periodismo, en la vieja sección de La Laguna. Que conservo.

Desde las amplias azoteas de la casa veía el hotel “Taoro” y los rastros y restos de sus incendios, pero no, porque esto ya no lo recuerdo, cuando construyeron, justo al lado, el edificio del Banco Exterior de España, que en el Puerto dirigió don Aurelio Sanz durante años y años. Para mí, don Aurelio Sanz era “el banquero” y los apoderados, don Pedro Lasso y don Prudencio Suárez, paz descansen los tres, cuyos hijos fueron condiscípulos míos en el colegio de los padres agustinos. Un centro inolvidable, donde recibimos una excelente formación por parte de sacerdotes de gratísima memoria, nada pacatos, amables y dedicados a su profesión de enseñar. En el banco había un cajero, Lemus, que cuando contaba los billetes movía una oreja. Siempre que se lo pidiéramos, claro. Era un señor muy simpático, que nos hacía continuamente la gracia. Vete a pedirle hoy a un cajero que mueva la oreja cuando cuenta los billetes. ¡Hoy los cuenta una máquina!

La calle Blanco era el centro neurálgico del puerto. Allí estaban las ventas de Sixto y de Carlitos “Pisahuevos”, la librería de Fernandito Luis –menudo elemento—, la tienda de Radio Bazar y la consulta del doctor sabio don Celestino Cobiella. Era suficiente para sobrevivir. Estaba el lateral del Casino de los Caballeros y las instalaciones de “Hernández Hermanos”, donde se vendían los “Simca”, los “Hillman”, los “Commer”, los “Humber”, los “Singer”, entre otros. Y en la esquina, frente a mi casa, en el mismo lugar donde hoy se encuentra, estaba situada la parada de taxis. La mejor parada de taxis de Canarias, con aquellas rancheras americanas convertidas, al final de sus días, en coches fúnebres, por su elegancia,

Tantas veces sueño con todo esto, tanto recuerdo escenas y lugares de la época. En la plaza del Charco, en la explanada de tierra, se marcaba el campo de baloncesto y los días de partido –el Ucanca era el equipo local— aquello se llenaba de gente. El otro día, mi amigo Pepe Moriana me recordaba cuando jugábamos frente a frente, como rivales. No sé si él en el Hernán Imperio, me parece que sí. Eran enfrentamientos a cara de perro.

El Puerto de la Cruz era una ciudad donde nos conocíamos todos. Yo me ponía a las nueve de la mañana en la Punta de la Carretera y los conductores me paraban para llevarme a La laguna: coches de reparto, coches particulares. Todo el mundo. Y, a la vuelta de la Universidad, igual: nos situábamos en el padre Anchieta y siempre nos traían al Puerto. Los estudiantes portuenses teníamos garantizado el transporte. No recuerdo un solo día en que no hubiéramos dispuesto de un alma caritativa que nos llevara y trajera, fuera la hora que fuese.

Recuerdo los viajes con mi abuelo a Santa Cruz y los almuerzos en el “Gambrinus”, el mejor restaurante de la ciudad, tras él asistir a las reuniones de la CREP, de la que era vicepresidente. Él fue presidente de la Sociedad Anónima Orotava (SAO), que poseía unos empaquetados de plátanos muy grandes en el centro del Puerto, dirigidos por Ignacio Torrent, padre de mi amiga Carmen Rosa y de mi amigo Ignacio, periodista tardío, ya fallecido. Mi padre, en unos reyes, encargó a un carpintero, hecho a escala, un camión, réplica de otro del SAO, en el que yo cabía dentro y lo podría conducir. Era precioso. Una lástima que se haya perdido. Como se perdieron tantas cosas. Yo acompañaba a mi abuelo a pagar a los peones a las fincas de La Dehesa y La Montaña, los sábados. Mi abuelo contaba las manillas y controlaba el peso de las piñas con el bastón.

De vez en cuando iba por allí, por mi casa, Arturito (se llamaba Agustín, pero lo llamaban Arturito), un hombre que había sido chófer del doctor Celestino González Padrón, eminente especialista en aparato digestivo. Arturito era, en sus horas libres, gangochero, y acudía a la casa, una vez cada mes, a que mi abuela le vendiera cosas, aparentemente inservibles, que se amontonaban en el “cuarto de los ratones”, donde metían a mi hermano cuando se portaba mal, que era casi siempre. Allí había de todo y yo creo que fue en esa época cuando yo cogí la manía de guardarlo todo, aunque mis mudanzas constantes se han dejado algunas cosas atrás.

Me decía más tarde mi abuelo que perdió toda esperanza de que yo fuera abogado cuando escribí en una pizarra, con tiza, la crónica del terremoto de Agadir. Tenía yo muy pocos años. Al parecer, la crónica era tan perfecta que mi abuelo le dijo a mi padre: “Este chico será mejor periodista que abogado, así que ya lo sabes”. Él vio cómo conseguí mi primer empleo en “La Tarde” y ellos, mi abuelo y mi padre, fueron mis mejores lectores de entonces.

Mi casa portuense era, pues, preciosa. Al margen de las comodidades –teníamos sirvientas, cocinera, el inolvidable Melchor, al que mi abuelo había salvado del pelotón de fusilamiento en la barbarie bélica del 36–, comprábamos a crédito en todas partes: en la venta, en la farmacia de Curbelo, nos hacíamos las fotos en el estudio de don Imeldo Baeza, comprábamos lo necesario en la Viuda de Yanes–. Yo no manejé dinero nunca, porque hasta en el cine entraba gratis, en el “Topham” y en el “Olympia”, no sé si mi padre lo pagaba después o si Calero y Peri, que eran los gerentes de los cines, me dejaban las entradas gratis. Era un niño feliz, con una infancia feliz. Por esto quizá la gente dice que tengo muy buena cara, a los setenta años. Ya será menos.

Los domingos nos íbamos, mis abuelos y yo, a La Orotava, a almorzar a la casa, enorme, preciosa, de mi tía Gabriela, en la calle del Agua, esquina Nicandro González, que hace pocos años los Zárate, los herederos, la vendieron a un médico dentista y creo que la ha restaurado. Pero su aspecto exterior sigue igual. Yo estuve a punto de comprarla, a través de un intermediario, mucho antes de la crisis. Pero  llegué tarde. Muchas veces sueño con aquellos patios, con los pollos que criaba mi tío Felipe, con las bicicletas, con las excursiones a la plaza de la Constitución –quinientos metros—, a comprar cigarros de chocolate en la venta de Anita, en la esquina, que aún existe, pero sin Anita.

Siento por La Orotava un afecto especial. Yo creo que hasta me “pegaba” mucho más ser de La Orotava que del Puerto. Pero el fútbol lo impedía: yo era un loco aficionado del C.D.Puerto Cruz, del que mi padre fue el primer presidente y jugué en su juvenil. Por ahí ha aparecido la ficha. Una vez me metieron diez goles, pero es que no tenía defensa. Igual la incluyo –la  propia ficha– en este reportaje leve de mis vivencias. ¿No querían café? Pues tomen dos tazas. Yo no hubiera contado nada de esto si mis amigos no me lo hubieran pedido. A lo mejor me animo y sigo otro día.

Andrés Chaves
Andrés Chaves
Periodista por la EOP de la Universidad de La Laguna, licenciado y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ex presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, ex vicepresidente de la FAPE, fundador de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna y su primer profesor y profesor honorífico de la Complutense. Es miembro del Instituto de Estudios Canarios y de la National Geographic Society.

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