Yo no soy muy aficionado al mar, lo confieso. Pero cuando te ponen delante un barco de 228.000 toneladas, con 6.870 pasajeros, 362,10 metros de eslora –uno de los cruceros mayores del mundo–, 2.175 tripulantes, nueve metros de calado y 22 nudos de velocidad media, pues uno no se lo piensa y acepta la invitación. Estamos en un barco, el “Symphony of the Seas”, entonces el mayor de la Royal Caribbean, que inició sus operaciones hace un lustro y que incomprensiblemente toca en Barcelona. Digo incomprensiblemente porque Barcelona se ha convertido en una ciudad sucia, antipática, incómoda y sin taxis. Zarpa de Barcelona el barco y desarrolla una ruta interesante: Mallorca, Marsella, La Spezia (Pisa y Florencia), Civitavecchia (Roma) y Nápoles, con regreso al puerto de origen, Barcelona, donde la Royal Caribbean tuvo que alquilar guaguas para que trasladaran a los pasajeros a las estaciones de trenes, al centro de la ciudad o al aeropuerto.
No es, en realidad, un barco, sino una ciudad, con tiendas horriblemente caras (no vale la pena comprar en ellas si resides en Canarias), subasta de obras de arte muy caras y muy buenas, una docena de restaurantes, a cual mejor; un personal amable y servicial y unas instalaciones que causan hipo: toboganes de agua, tirolinas, una cancha de baloncesto reglamentaria, una pista de patinaje, varios teatros, cinco o seis piscinas, un jardín llamado Central Park que se riega con agua reciclada, dotado de plantas naturales preciosas y que genera un frescor envidiable, y una galería comercial y de ocio llamada Quinta Avenida en la que hay, incluso, un Starbuks.
Bueno, hay en el barco muchas cosas más: varias orquestas, un conjunto de jazz francamente bueno, disc-jockeys, que no paran de ofrecer música, y hasta estrenos cinematográficos, con alfombra roja incluida, al más puro estilo de Hollywood. Te puedes comprar un Rolex a bordo, tienes una tienda de Bulgari y puedes adquirir bolsos de las mejores marcas, pero ya digo que viviendo en Canarias, con nuestros sistema fiscal, no vale la pena porque el IVA aplicado, aunque compres en alta mar –en puerto, las tiendas permanecen cerradas, por la normativa europea— es muy alto. Demasiado para la gente normal.
A mí lo que me gusta de un crucero es quedarme en el barco, pero por lo general la gente sale de excursión y deja el buque agradablemente vacío en las escalas. Yo sólo me bajé en Civitavecchia, porque Roma –que está a hora y media de este gran puerto industrial, adaptados algunos de sus diques para los cruceros– me encanta; y en Nápoles, más por ir a Positano y Sorrento que por visitar Nápoles, que confieso que es una ciudad sorprendente y sucia. Pero a Nápoles le pega la suciedad, quizá por la influencia de las películas italianas de los 60, cuando en ellas aparecen sus barrios típicos, en los que la gente cuelga de las ventanas la ropa a secar y tira cosas por la ventana, a veces hasta cosas poco agradables.
Un pequeño piso que costaba, en los años 70, unas 600.000 liras en el barrio típico de Nápoles (60.000 pesetas), vale ahora 300.000 euros. Increíble, pero cierto. Parece que estoy viendo cantar a Modugno, o actuar a Alberto Sordi, en una de esas películas italianas, en las que cada año se licúa la sangre de San Genaro. San Genaro es el patrón de Nápoles y su catedral está ubicada en un extremo de una gran plaza, en pleno centro de la ciudad. Dicen que en Nápoles se comen las mejores pizzas del mundo. Yo la probé en Positano, a una hora y media en coche de la ciudad, y es verdad. La pizza es exquisita.
En Roma me dio una lipotimia, del calor, que se resolvió con un chorro de agua fría en la nuca. Estuve en la Ciudad del Vaticano, que para mí es un destino imprescindible. No sé qué tiene el pequeño Estado que me tira tanto. No pudo faltar una visita a la librería “Áncora” para comprar el Anuario Pontificio, con toda la información de la Iglesia Católica. Tengo tantos anuarios pontificios como visitas a Roma he hecho, así que los cuento y son quince veces las que he estado en la Ciudad Eterna.
Antes de Roma, desde La Spezia, el gran puerto con el que soñó Napoleón, una instalación portuaria eminentemente industrial, no hice la excursión a Pisa y a Florencia. Conozco bien esas dos ciudades, especialmente Florencia. Tampoco bajé del barco en Mallorca y en Marsella. No me apetecía sino quedarme en el “Symphony”, leyendo en la terraza de mi espléndido camarote, mayor que la habitación de un hotel y con un balcón enorme, sobre el mar. Desde ahí puedo ver cómo atracan y desatracan el buque, como si manejaran un video juego desde el impresionante puente, que visité, con un pequeño stick.
La verdad, el paisaje que más me impresionó de este breve periplo por el Mediterráneo fue Sorrento, cuyo maravilloso litoral yo no conocía. La vista de Sorrento desde la carretera secundaria que conduce a Positano es realmente bella; con trasatlánticos surcando el Mediterráneo y yates de lujo fondeados en la bahía de Sorrento. Otros más cerca de Positano y de las islas de Las Sirenas, que dicen que fueron las míticas cuyos sonidos atrajeron a Ulises y a los suyos en la Odisea, con los oídos de sus marinos tapados con cera y el propio Ulises atado al mástil de su barco para no caer en la tentación. Yo no escuché esos sonidos, así que las sirenas estaban de vacaciones o encerradas en las páginas de la Odisea. Esta vez me quedé sin ninfas para contarles.
Con respecto al barco, su navegación ni se nota. No sólo porque el Mediterráneo es un mar tranquilo, que en esta época del año desprende un aire cálido y agradable, sino porque con ausencia de viento, como en esta semana de viaje, un barco de 228.000 toneladas no hay quien lo mueva, navegando a unos 20 nudos, siempre de noche, y con unos atractivos grandes, algunos de los cuales ya les he contado a ustedes.
Hay ciertos bares del “Symphony” que no cierran en toda la noche. Y podemos visitar uno, robotizado, que no da empleo a camareros, sino que te sirven robots, así que no sé si este país atrasado que se llama España te haría cotizar por ellos a la Seguridad Social. El bar deja a los niños con la boca abierta. Los robots se mueven a una velocidad escandalosa, atendiendo a todos los clientes. Hay gente leyendo, sentada en los bancos del Central Park, en la planta octava, que es donde está mi camarote: salgo de él y me encuentro con el enorme parque, lleno de árboles frondosos y de olores de plantas del mundo. Los salvavidas, apostados en todas las piscinas, están atentos al movimiento de los niños, allá arriba en la última planta. Están adiestrados en técnicas de reanimación. El barco cuenta con servicios médicos –varios médicos y enfermeras— y un pequeño hospital de urgencia.
Como bálsamo, un crucero es una maravilla. Hombre, yo prefiero la vida en tierra, pero una vez que me subo al barco es difícil bajarme. E, igual que hice un viaje en el Concorde antes de que lo jubilaran, navegar en el mayor barco de cruceros del mundo –tiene quince metros de eslora más que el segundo—también era un acontecimiento para mí. Así que no me arrepiento nada de estos siete días en el Mediterráneo; por cierto, que la visión del Vesubio desde Nápoles no es tan espectacular como la del Teide desde Los Rodeos, por ejemplo. Tampoco fui a Pompeya. Como dice un amigo mío que odia lo antiguo, no está uno para ruinas. Bastante ruina de país tiene uno (aunque sea de otro tipo) para reclamar las ajenas. El único coñazo del viaje fue el simulacro de emergencia. Un rollo macabeo y una arenga insufrible del capitán.