Un alto funcionario cercano a Trump propone un modelo de “zonas controladas” que recuerda peligrosamente a la Alemania de posguerra, desatando críticas por su similitud con esquemas coloniales y por ignorar la soberanía ucraniana.
Mientras el conflicto en Ucrania sigue sin una resolución clara, una propuesta surgida del entorno del expresidente estadounidense Donald Trump ha encendido las alarmas entre analistas y diplomáticos. La idea, presentada por el general retirado Keith Kellogg —asesor de seguridad nacional de la administración Trump— plantea una partición de facto del país, con zonas administradas por fuerzas británicas y francesas en el oeste y bajo control ruso en el este.
La comparación con Berlín tras la Segunda Guerra Mundial no tardó en aparecer en su argumentario, pero este paralelismo ha sido duramente criticado por ignorar que, a diferencia de la Alemania nazi, Ucrania es una democracia legítima, invadida por una potencia extranjera. “Se trata de un enfoque reduccionista y peligroso”, apuntan expertos en relaciones internacionales, que consideran que aceptar este esquema equivaldría a validar la ocupación ilegal del territorio ucraniano.
Kellogg sostiene que su propuesta no debe entenderse como una provocación hacia Rusia. Sin embargo, plantea una línea de separación basada en el río Dniéper y la creación de una zona desmilitarizada de 30 kilómetros en torno al frente actual, con el previsible resultado de consolidar el control de Moscú sobre las regiones que ocupa desde 2022. Estados Unidos, según afirmó, no participaría con tropas terrestres ni respaldaría una coalición internacional si Reino Unido y Francia decidieran actuar por su cuenta.
A pesar de que se reconocen abiertamente las posibles violaciones del alto el fuego que este modelo podría conllevar, la estrategia apuesta por un supuesto equilibrio “monitoreable”. Pero este planteamiento técnico pasa por alto una cuestión de fondo: ¿por qué debe una nación invadida resignarse a convivir con su ocupante?
La propuesta aparece en un contexto de conversaciones discretas entre emisarios trumpistas y representantes del Kremlin. Uno de los nombres clave es Steve Witkoff, enviado especial de Trump para Oriente Medio, que recientemente se reunió con Vladímir Putin en San Petersburgo. Aunque no se han filtrado detalles concretos de la cita, medios como Reuters apuntan a que Rusia habría insistido en obtener el control oficial de al menos cuatro regiones ucranianas como condición previa para un acuerdo de paz.
El equipo de Trump no parece alineado del todo: mientras Witkoff transmite las exigencias del Kremlin, Kellogg sostiene que Ucrania jamás aceptará una cesión total. Sin embargo, su propio plan acaba validando esa cesión bajo otro nombre. ¿Paz o rendición encubierta?
Además, la idea de que un conflicto de este calibre puede resolverse con repartos territoriales negociados entre potencias externas evoca dinámicas propias de la Guerra Fría, no de un mundo que dice regirse por el derecho internacional. “Es una lógica imperial disfrazada de diplomacia”, comenta una fuente diplomática europea. “Y el silencio de algunos actores empieza a ser tan preocupante como la propuesta en sí”.
El verdadero temor para Kiev no es solo perder parte de su territorio, sino que se geste a sus espaldas un nuevo reparto del orden internacional con la excusa de “poner fin al conflicto”. El hipotético encuentro entre Trump y Putin, del que ya se empieza a hablar en Moscú, podría ser un escenario clave. Y el que más inquietud genera entre quienes aún creen que la paz no debe construirse a costa de sacrificar la justicia.