La política penitenciaria de Nayib Bukele ha vuelto a generar controversia, esta vez con un acuerdo internacional de deportaciones firmado con la administración de Donald Trump. La medida, que permite el envío de migrantes desde Estados Unidos a la megacárcel salvadoreña CECOT, ha despertado serias dudas legales y críticas sobre violaciones a los derechos humanos.
Bajo este pacto, cuyo contenido exacto sigue sin hacerse público, El Salvador recibe un pago de 20.000 dólares anuales por cada deportado que termine en CECOT. Según las autoridades estadounidenses, entre los primeros trasladados se encuentran supuestos miembros de la banda venezolana Tren de Aragua y de la MS-13, aunque sin un proceso judicial que lo respalde. Esto ha llevado a juristas y activistas a preguntarse si el acuerdo es una justificación encubierta para llenar la prisión con personas que no han sido condenadas en tribunales.
El presidente salvadoreño justifica el acuerdo como una estrategia para fortalecer la autosostenibilidad del sistema penitenciario. Sin embargo, incluso con los ingresos derivados de esta operación, el costo anual de mantenimiento del sistema carcelario salvadoreño asciende a 200 millones de dólares, lo que sugiere que el beneficio económico es limitado en comparación con el gasto estatal.
Uno de los puntos más alarmantes es el marco legal en el que se ampara esta deportación masiva. Trump recurrió a la Ley de Enemigos Extranjeros, una norma en desuso desde la Segunda Guerra Mundial, para justificar la expulsión de 137 venezolanos, mientras que otros 101 fueron deportados bajo legislación migratoria común.
El procedimiento ha sido denunciado por organizaciones como Human Rights Watch y Cristosal, que advierten sobre posibles violaciones a los derechos fundamentales de los deportados. «Estados Unidos está enviando personas a un sistema penitenciario donde las condiciones han sido denunciadas como inhumanas», sostiene Juan Pappier, de Human Rights Watch. «Si no se informa pronto de su paradero, podemos estar ante un caso de desapariciones forzadas», agrega.
Más allá de los beneficios económicos, analistas coinciden en que Bukele persigue objetivos políticos con esta operación. Con este acuerdo, el mandatario salvadoreño obtiene tres ventajas clave: refuerza su imagen como líder de mano dura, afianza su relación con Trump y normaliza su modelo penitenciario a nivel internacional. A pesar de las críticas, el presidente ha utilizado esta iniciativa como un argumento más para demostrar que su estrategia contra las pandillas es efectiva y digna de ser replicada en otras partes del mundo.
No obstante, el silencio sobre los procedimientos legales y las garantías de los deportados ensombrece cualquier intento de justificar la medida. «Es un trato entre dos presidentes que actúan fuera de cualquier normativa establecida, tanto en Estados Unidos como en El Salvador», señala Noah Bullock, director de Cristosal.
Mientras el primer envío de 261 personas ya ha aterrizado en El Salvador, el futuro del acuerdo sigue siendo incierto. Un juez estadounidense intentó frenar la operación pocas horas antes de su ejecución, pero la Administración de Trump desestimó la orden alegando que la notificación llegó cuando los aviones ya estaban en el aire. Esto ha abierto un debate sobre si el expresidente incumplió una orden judicial, un asunto que podría terminar en el Tribunal Supremo de EE.UU.
A medida que crece el escrutinio sobre el pacto Bukele-Trump, queda la duda de si este acuerdo se sostendrá en el tiempo o si, como muchos prevén, se convertirá en otro episodio de arbitrariedad en el turbulento historial penitenciario salvadoreño.