El panorama económico internacional vuelve a pender de un hilo tras las últimas declaraciones de Donald Trump. El exmandatario estadounidense, conocido por su retórica populista y su imprevisible manejo de la política exterior, ha vuelto a situar a China en el centro de su cruzada comercial. Esta vez, lo hace amenazando con elevar los aranceles a productos chinos hasta un 104%, un salto que, lejos de disipar la incertidumbre, la multiplica.
Trump, que en los últimos días ha dado señales de apertura a la negociación con ciertos países, ha excluido abiertamente a aquellos que respondan con represalias, apuntando directamente a Pekín. El motivo inmediato: el aumento del 34% en los aranceles chinos como respuesta a las políticas de Washington. La reacción del expresidente no ha sido precisamente la de un líder dispuesto a mediar, sino la de quien prefiere el ultimátum al diálogo. En su red social Truth, Trump puso fecha límite para que China retroceda: el 8 de abril. De no hacerlo, el castigo arancelario se activará el día siguiente.
No es la primera vez que el republicano actúa bajo el principio de «cuanto peor, mejor», generando una escalada cuya lógica parece más electoral que económica. La estrategia se presenta como una defensa de los intereses estadounidenses, pero sus efectos ya se dejan sentir en el parqué: los mercados se tambalean con cada palabra salida del Despacho Oval.
Lo paradójico es que, mientras se jacta de imponer condiciones, Trump también se contradice. Habla de aranceles «permanentes», pero al mismo tiempo asegura que está abierto a negociar. Algunos miembros de su equipo insisten en que no se trata de medidas transitorias, mientras otros apuntan a posibles concesiones. El desconcierto no es solo internacional; también se nota en casa. Incluso en el Partido Republicano crecen las voces críticas que alertan del daño estructural de esta guerra comercial.
Y es que no solo China está en el punto de mira. La Unión Europea, Canadá, México y Japón han recibido también mensajes cargados de reproches y exigencias. Las políticas arancelarias parecen más una herramienta de chantaje que un instrumento de política exterior. Mientras tanto, líderes como Xi Jinping han optado por la prudencia estratégica, rechazando entrar en el juego de provocaciones que, en la práctica, tienen consecuencias globales.
Las grandes entidades financieras comienzan a dar la voz de alarma. Jamie Dimon, presidente de JP Morgan, ha advertido del riesgo de una fragmentación económica con los aliados tradicionales de EE. UU. que podría derivar en una recesión prolongada. Inversores como Bill Ackman, por su parte, claman por una tregua que evite lo que ya algunos llaman el “invierno económico nuclear”.
El trumpismo económico, que mezcla proteccionismo agresivo con decisiones erráticas, parece más preocupado por el relato político que por el impacto real en el tejido productivo o la estabilidad global. Y si la historia repite sus lecciones, no sería extraño que las consecuencias de esta escalada comercial acaben, una vez más, pagando las clases medias y los pequeños negocios, mientras los grandes discursos proteccionistas se diluyen entre contradicciones.