Donald Trump, que sigue sumando puntos en las encuestas, apareció anoche en la Convención Republicana de Milwaukee, en el estado de Wisconsin. Se le veía sonriente y cansado y es lógico para un hombre que el sábado estuvo a punto de perder la vida en un atentado, durante un mitin en el estado de Pensilvania.
Más simpático que de costumbre, sin gestos ostentosos, estuvo acompañado, entre otras personas, por el recién nominado a la vicepresidencia, si el Partido Republicano gana las elecciones, el senador Vance, de Ohio.
Un detalle: sólo uno o dos miembros del Servicio Secreto que le daban escolta el día del atentado le acompañaban. Esta vez la escolta era más numerosa, pero cerca de él, por ejemplo, no estaba ninguna de las cuatro mujeres que arriesgaron su vida para rodearle con sus cuerpos mientras el agresor disparaba desde un tejado. Probablemente estarían descansando. La escolta era, por lo menos, el doble de lo habitual. También recibió protección del Servicio Secreto el ayer nominado a la vicepresidencia, el senador por Ohio, Vance, un ex marine de 39 años, graduado en Derecho en Yale.
Estoicamente, aunque sentado, Trump, que no se llevó en ningún momento la mano a su apósito milagroso –no sé cómo se sostenía— de su oreja derecha, impoluto, sin restos de sangre, escuchó los rollos macabeos de Amber Rose, una modelo y rapera teñida de rubio y con un tatuaje en la frente, y del presidente de un sindicato de camioneros, Sean O´Brian, con 1,3 millones de afiliados, nada más y nada menos. Ambos lo colmaron de elogios.
Trump parecía un poco ausente y se aburría, aunque yo lo vi más sonriente que en otras ocasiones. Como sonrió cuando Andrés Chaves, para gastarle una broma a su amiga Fátima Zerolo, los trabó a ambos en la vieja puerta giratoria del hotel Plaza de Nueva York, que Trump acababa de comprar. Los guardaespaldas se quedaron de piedra, pero Trump sonrió y empujó levemente la puerta para salir del atasco.
Ayer demostró igual simpatía, lejos de los gestos adustos más recientes. Quizá porque también recibió la noticia de que los papeles que se llevó a su casa de Miami, y que eran considerados top secret, no lo eran tanto y un juez federal levantó los cargos que pesaban sobre el “former president”. Otra batalla judicial ganada.
Con su traje azul y su perpetua corbata roja, Trump prescindió de la gorra –por lo de la oreja— y no hizo declaraciones, mientras la rapera guapa y rubia con el tatuaje en la frente decía que “las familias americanas estarán mejor y más protegidas con Donald Trump en la presidencia” y el público, entregado, prorrumpía en aplausos. Eran todos republicanos, ¿no iban a estarentregados?
En las redes ya culpan a la CIA del atentado. ¿Qué tiene que ver esta Agencia, que en teoría sólo debería actuar en el extranjero y jamás contra americanos, con los disparos contra Trump? Si viviera Edgar Hoover, el todopoderoso director del FBI, estaría buscando tramas y perversiones del sistema. Nadie era más perverso que él, sin embargo.
Lo cierto es que Trump cumplió con el consejo de los médicos y a la hora de estar allí, se levantó y se marchó, rodeado de una veintena de agentes del Servicio Secreto. Se le veía emocionado. Emocionado y cansado, pero más sonriente que de costumbre, como creo que he repetido en esta crónica.
A renglón seguido se levantó la sesión y los asistentes a la convención salieron ordenadamente del recinto. Trump volaba a Nueva York. Luego salió del auditorio Vance, escoltado por dos miembros del Servicio Secreto y en compañía de una guapa mujer que parecía ser su esposa, Usha Vance, abogada y secretaria judicial. Son tan nuevos que no los conozco bien y ella misma ha dicho que no sabe si estará preparada para ejercer sus nuevos cometidos. Es de origen hindú y tienen dos hijos de corta edad. Se conocieron en Yale, donde ambos estudiaron Leyes.