
Los Fakires son –o eran—una banda, cuyo vocalista se llamaba “Cascarita”. Tenían una canción que arrasó, “A mí me gusta mucho, Carola”. En los tiempos de Radio Burgado, tristemente desaparecida, recibí en el estudio la visita de “Cascarita” y la de Los Fakires. Fue una charla la mar de agradable, en el que me atreví a ponerme el sombrero que usaba el vocalista. Un sombrero hecho con una especie de mimbre, que picaba una barbaridad, no sé si por el contenido o por el continente. Y nunca lo sabré, porque “Cascarita” pasó a mejor vida. Durante una de sus visitas a España lo encontraron vagando por Madrid, con la mirada perdida, porque ya sufría demencia. Tenía una voz muy particular para el son y para otras melodías cubanas que a mí me encantan. Aquella fue una visita muy agradable a Radio Burgado. Hablamos de Cuba, todos ellos, sin cortarse un pelo. Hicimos bromas sobre Fidel. Y, naturalmente, cantamos “A mí me gusta mucho, Carola”. En la canción se habla del son de altura, de la sabrosura y de tantas cosas más que caben en esas canciones que se te quedan para toda la vida. “Cascarita” era un tipo muy simpático, un crack. Cuando flojea la actualidad me pongo a recordar y a sacar fotos de un baúl que no ordenaré nunca y que está lleno de recuerdos gráficos de mi vida, de programas de televisión, de reportajes hechos en la radio. Hay mil cosas ahí que irán directamente a la basura cuando yo estire la pata porque nadie los va a querer.

Hoy han saltado las fotos de uno de los pueblos más feos del mundo, el alicantino Monóvar, patria chica de Azorín. Hay una pequeña estatua, un busto, en el centro del pueblo, dedicado al maestro. Azorín es el dueño indiscutible de la crónica, de lo breve, del relato, del castellano más limpio. El busto es pequeño, con el largo cuello del maestro soportando su cabeza, exacta, fiel a la realidad. El pueblo me pareció muy feo, quizá con la excepción del casino, que tiene su encanto. Estaba cerrada la casa del maestro, no pude ver su museo. Y yo creo que ya nunca volveré a Monóvar, así que me lo perdí, pienso que para siempre. Una vez pasaba por el Bar Atlántico, en Santa Cruz, frente al puerto, con un periodista de La Tarde, Pérez y Borges. Nos habían dado el soplo de que Rómulo Bethencourt regresaba en barco a Venezuela y el barco iba a estar unas horas en Tenerife. Era en el 70 o en el 71.

Viajaba con su esposa. Lo encontramos, ya digo, en el Bar Atlántico, tomándose un whisky. La verdad es que no quería hablar, regresaba a su país después de un exilio arrecho. Nos dijo que estaba contento porque “Venezuela vive en democracia y en libertad”. Como ahora, don Rómulo. Si viera ahora a su país se le caería la pipa, no haría falta que se la robaran de su busto en el barrio orotavense de El Farrobo, como ocurre siempre. Me saltó una foto del viejo Rómulo que compré en una tienda de cosas antiguas, cerca del hotel Lido de Caracas. El hotel de Salomón Cohen, que también ha muerto, como casi todos mis amigos venezolanos; como Guillermito “Fantástico” González. Qué pena, se van los buenos. Y se quedan los hijoputas.