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El nombre del juez Juan Carlos Peinado, titular del Juzgado de Instrucción nº 41 de Madrid, se ha convertido en uno de los más repetidos en la vida pública española desde que decidió abrir diligencias contra Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno. Lo que comenzó como una investigación judicial delicada pronto se convirtió en un caso de enorme repercusión mediática y política. Y, a la vez, el propio magistrado pasó a ser objeto de ataques directos, tanto desde sectores del Ejecutivo como desde tribunas periodísticas. Ahora, cansado de lo que considera una campaña de desprestigio, Peinado ha decidido responder en los tribunales: ha presentado demandas de conciliación por injurias y calumnias contra varios miembros del Gobierno y contra periodistas que han cuestionado su labor.
Entre los señalados destaca el ministro de Transportes, Óscar Puente, quien recientemente afirmó que “Hurtado y Peinado son casos claros de jueces que hacen política”. Una acusación que, según el magistrado, traspasa la frontera de la crítica legítima y se adentra en el terreno de la descalificación personal. No es el único. Otras voces del Ejecutivo y algunos analistas mediáticos han insinuado que su instrucción se mueve más por intenciones políticas que por fundamentos jurídicos. De ahí que el juez haya optado por utilizar los mecanismos que le brinda la ley para proteger lo que considera su bien más preciado: el honor y la independencia.
Es cierto que el proceso que instruye Peinado ha sido controvertido. La Fiscalía ha cuestionado algunas de sus decisiones —como la orden de acceso a los correos electrónicos de Begoña Gómez desde 2018— y la Audiencia de Madrid ha corregido o limitado diligencias en varias ocasiones. Pero conviene recordar que el derecho procesal español confiere al juez instructor un amplio margen de maniobra, precisamente porque es quien debe explorar todas las vías posibles en busca de indicios. Que sus resoluciones sean revisadas, enmendadas o incluso anuladas forma parte del sistema de contrapesos propio de la justicia, no necesariamente de un abuso de poder.
Los ataques personales a la figura del juez plantean un problema de fondo: ¿hasta dónde llega la crítica legítima y en qué punto comienza la erosión de la confianza en la justicia? Peinado sostiene que se ha traspasado esa línea y que los comentarios de algunos dirigentes políticos no solo lo desacreditan a él, sino que minan la autoridad del poder judicial en su conjunto. Una advertencia que, lejos de ser menor, debería ser tenida en cuenta en un momento en el que la desconfianza ciudadana hacia las instituciones se halla en niveles preocupantes.
Más allá del debate jurídico, el caso ha revelado una tensión evidente entre los tiempos de la justicia y los de la política. Mientras el Gobierno y su entorno presionan para deslegitimar la investigación, el juez recuerda que su obligación es ceñirse al procedimiento, sin importar a quién afecte. Para sus defensores, su reacción actual —llevar a tribunales a quienes lo acusan de actuar políticamente— no es un gesto de orgullo, sino un recordatorio de que también los jueces, incluso los más expuestos, tienen derecho a defenderse de acusaciones que pueden dañar irreversiblemente su carrera y su reputación.
No hay que olvidar que Juan Carlos Peinado no actúa a su antojo: está sometido a recursos, a la supervisión de instancias superiores y al escrutinio constante de la opinión pública. Su figura se encuentra en el centro de un huracán en el que convergen intereses políticos, mediáticos y judiciales. Que haya decidido levantar la voz a través de demandas de conciliación puede interpretarse no como una huida hacia delante, sino como un intento de preservar la dignidad de un cargo que, en democracia, debería quedar al margen de los insultos y las descalificaciones.