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lunes, septiembre 9, 2024

Nadie puede ir contra sus propios actos

Desde el Valle de Taoro

En nuestro quehacer diario tomamos continuamente decisiones. E incluso es relativamente frecuente sustituir unas decisiones que contradicen las anteriores en un corto período de tiempo. O simplemente optamos por no tomarlas. En pocos segundos podemos decidir si beber un zumo de naranja o un batido de papaya. El hilo conductor de las decisiones no es fácil de entender ni por las personas que las toman. Y no hay que olvidar que siempre aspiramos a que nuestras decisiones lleguen a nacer y que se trasmitan de una forma determinada: desde un pequeño susurro hasta con la utilización de señas. Hoy en día la mayor parte de ellas trascienden al ámbito público y quedan alojadas en un dispositivo móvil. Pocas personas quedan en el mundo cuyas actuaciones no trasciendan.

Un balón de oxígeno que tal vez añada algo de sosiego en la toma de decisiones sea aplicar la máxima de Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Conviene aclarar que Ortega y Gasset no eran dos personas sino una. De la misma manera, ocurriría con el tándem persona y sus circunstancias que realmente forman una unidad. Sin embargo, muchas personas siguen creyendo que Ortega y Gasset era dos personas. Tal vez esta creencia lo que denote es que estén pensando más en las circunstancias del vecino que en las propias; o, simplemente, en la charanga y pandereta, que diría Antonio Machado. De todas maneras, en cualquier decisión siempre subyace en mayor o menor medida la conjugación de los intereses propios con los ajenos.

Desde el punto de vista jurídico, tenemos actualmente una “híper regulación” que inunda a las circunstancias propias y ajenas. Tenemos diferentes centros de creación de normas jurídicas que provienen de sitios tan disparares como Estrasburgo o Madrid. Las normas jurídicas también suelen hacer escala en algunas capitales de provincia.   Las normas que se aprueban en esos lugares suelen tener la fuerza de ley y aspiran a fijar las coordenadas en las que los ciudadanos tomen sus decisiones. Tampoco, hay que olvidar que nuestra legislación consagra el principio de libertad en los acuerdos. Gracias a ello, dos personas podrán tomar decisiones creando sus propias normas jurídicas siempre que no contradigan a otras normas jurídicas superiores, como pueden ser las leyes.

En la práctica, muchas decisiones acaban en controversias que se resuelven en los juzgados y tribunales. El problema surge cuando a la hora de solventar una controversia hay que aplicar la norma jurídica al caso concreto. Y aunque parezca una irreverencia lo que voy a decir ahora, la norma jurídica en muchas ocasiones tiene una vocación general y abstracta que no suele adaptarse a las circunstancias del caso en concreto. Ciertamente, la norma jurídica se aplica a hechos, es decir, a un conjunto de circunstancias de diversa índole. Y es que las circunstancias se pueden complicar. Y mucho. E incluso no hay nada más esquivo que una circunstancia clara y obvia. Entonces, ante esa tesitura es cuando podemos traer a colación el principio según el cual nadie puede ir contra sus propios actos que es una vertiente de la genuina buena fe.

Muchas veces se habla de la buena fe de una forma un tanto imprecisa, pero en cualquier controversia jurídica es un parámetro fundamental.  Probablemente, todos tengamos nuestro concepto de buena fe. Iré de buena fe, solemos pensar. Una manifestación entrañable de la buena fe es que nadie puede ir contra sus propios actos. Es decir, los actos que hace una persona pueden vincular jurídicamente siempre que sean inequívocos. Para delimitar los actos propios será fundamental fijar en el tiempo cuál ha sido el primer acto jurídico relevante y cuál ha sido el acto propio posterior que lo contradice. Si observamos que hay una contradicción entre el primer y el segundo acto, podremos llegar a la conclusión de que se ha actuado de mala fe contraviniendo con ello la máxima de que nadie puede ir contra sus propios actos.

Este principio o máxima consistente en que nadie puede ir contra sus propios actos no sólo es exigible a los ciudadanos en las tomas de decisiones sino también a cualquier administración pública. En el ámbito administrativo, este principio también recibe el nombre de confianza legítima y resulta muy útil alegarlo ante los cambios arbitrarios de la administración pública.

Para detectar que se está vulnerando la buena fe y el principio por el que nadie puede ir contra sus propios actos, resulta muy útil acudir a una frase atribuida al escritor uruguayo Mario Benedetti que nos dice:Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas.”

Jaime Díaz Fraga
Jaime Díaz Fraga
Abogado. Experto en movilidad internacional.

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