La habían bautizado como Mariam, pero era una descreída. Se hallaba en la plaza de Belén, un año de estos, para comprar para su hermana un portal fabricado a mano, con madera del Monte de los Olivos, por los hermanos Zhacarías. Tenía 28 años y sabía que le quedaban dos, a lo sumo tres, de vida. Le habían diagnosticado un cáncer irreversible.
Era católica por familia, como podía haber sido otra cosa. Su ilusión había sido siempre visitar Israel y Palestina. Había cubierto como periodista siete guerras, casi una por año desde los veinte, con sus días, sus noches y sus obuses, pero no la habían enviado nunca al foco de todas las batallas. Belén estaba en el centro de un conflicto eterno. Y la tensión se percibe siempre, a pesar del bullicio, que no tiene nada que ver con la hostilidad, al menos aparentemente. Cada hombre tiene una pistola entre sus ropas, a veces un fusil. El mercadeo digo yo que será similar al de los tiempos de Cristo; ¿recuerdan?, los echó a latigazos del templo, con cara destemplada.
Aquí nada ha cambiado desde los tiempos de Cristo: los burros cargados con barricas de vino, los turbantes y las túnicas, el jolgorio despreocupado de una población en armas que sólo espera una chispa para saltar. Mariam vino aquí casi a morirse, en medio de los dolores de la enfermedad, de los noviazgos olvidados y del ajetreo de sus guerras. A medida que recorría la ciudad, con sus cuestas inverosímiles y su historia milenaria, se daba cuenta de que no quería regresar a la guagua de turistas que esperaba a los viajeros junto a la tienda de los Zhacarías, escoltado por dos policías palestinos, para trasladarlos al hotel King David de Jerusalén. La periodista acarició la cabeza de un niño bellísimo que le tiraba de su traje blanco y ligero, fabricado en el Líbano con gasas que parecía que no existían, y extrajo un billete de cinco dólares de su bolsillo, que entregó al pequeño. Al contrario de lo que hacen los niños cuando los turistas les dan propinas, no salió corriendo, sino que se paró junto a ella y la miró fijamente con unos ojos verdes increíbles, que la cautivaron. Le tendió su mano pequeña y ella se la dio y el niño tiró de ella hacia una iglesia que parecía de obediencia franciscana, quizá no lo era. No había nadie. El templo estaba desierto. El niño se paró ante una gruta pequeña, en la que Mariam no podía entrar sin inclinarse.
El chico le dijo, en inglés perfecto, con un lenguaje impropio de su edad: “Aquí empezó todo”. Y la dejó sola. Ella no se dio cuenta de que había desaparecido por una puerta disimulada en la pared del templo. Mariam no sintió nada. Ni escalofríos, ni emociones no identificadas. Sí tocó con sus dedos una estrella de mármol que había en el suelo, señalando el lugar en el que la tradición dice que nació el Hijo del Hombre. En donde la Virgen María parió por obra y gracia del Espíritu Santo, algo difícil de entender. Para una descreída como ella era todo un gesto, pero, repito, sin emociones ni escalofríos, con la indiferencia de un turista protestante o, como era el caso, de una católica sólo de bautizo.
Miró el reloj: era la hora del regreso y casi de la cena en el King David antes de salir, al día siguiente, para su ciudad de origen, donde le llevaría de regalo a su hermana el belén de los hermanos Zhacarías. Tendría que pasar un pet, un escáner y todos esos procesos electrónicos que confunden a los médicos y que casi nunca revelan nada bueno. Se recuperaba de una quimioterapia reciente para exponerse a una intervención que aliviara una enfermedad que ya había causado estragos en su hígado y en su pelo, que ahora lucía cortito, como una colegiala rebelde.
Esa noche durmió mejor de lo habitual y al día siguiente tomó el avión de Air France desde el aeropuerto Ben Gurion, de Tel Aviv, rumbo a Madrid. Cuando el radiólogo informó su escáner para el cirujano, escribió en el sobre: Dr. Villanueva: milagro. Se necesitaron pruebas adicionales para determinar, por parte de la ciencia, que Mariam había dejado de ser una enferma. Se había curado. Fue entonces cuando reparó, agitando sus recuerdos, en el pequeño de los ojos verdes, en la estrella en el suelo y en el frío –que ella no sintió– que hacía en aquella pequeña gruta de un convento que creía de devoción franciscana.
Hace poco cubrió un viaje del papa Francisco a Belén. Cuando entró con él en la iglesia y pisó el suelo de la gruta divisó, a lo lejos, la cara del niño sonriente de los ojos verdes. Intentó acariciarle la cabeza, como ocurrió en la plaza de Belén entonces, pero era aire, un aire que desprendía un olor tan agradable; y entonces sí le vinieron a Mariam todos los escalofríos del mundo. Y reparó en los zapatos negros de Francisco que brillaban como el sol y en su mirada complaciente hacia ella, como si él hubiera estado perfectamente enterado de toda su historia increíble, que terminaba allí.