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Cajasiete
lunes, 23 junio,2025

Mi encuentro con Cascarita, el vocalista de Los Fakires.- Y mis otros encuentros con Canteiro, el domador de moscas y con el saxo portentoso de la puerta de El Corte Inglés de la Plaza del Duque de Sevilla.- A Mahler no lo conocía nadie en España hasta que lo nombró Alfonso Guerra.- Una charla con Javi Báez, del Jaxana, el restaurante de moda en Santa Cruz.-

Cascarita, en el centro, con otro miembro del grupo y yo con su sombrero, en el viejo estudio de Radio Burgado.

Hoy les voy a contar mi vida, otra vez. El otro día, almorzando con mi amiga Carmen Rubio en el Bambi portuense, le conté dos anécdotas que también voy a incluir aquí, en esta crónica de recuerdos. Cascarita era el vocalista de Los Fakires, el famoso conjunto cubano que cantaba aquello de “A mí me gusta mucho, Carola”, “Suavecito” se titulaba en realidad, una canción que cautiva y que incluye un saxo fantástico. Cascarita yo creo que murió en España, o al menos lo encontraron una vez vagando por Madrid, porque había sufrido un ictus. A Canarias vinieron Los Fakires unos carnavales y tuvieron un éxito sonoro. Me puse su sombrero y me estuvo picando la cabeza un mes. No sé si por la acción de elementos extraños al sombrero o porque fue fabricado con una especie de caña dura y redonda que se me metió en el cuero cabelludo y andaba yo rascándome continuamente. A Carmen no le conté lo de Cascarita y Los Fakires, que por cierto cuentan con un saxo fantástico, pero sí estas dos anécdotas que ahora les traslado a ustedes. No me acuerdo si estas anécdotas de Nueva York y Sevilla, que les relato a continuación, las incluí en mis memorias o se quedaron fuera. Da igual. Cuando yo estudiaba (¿) Medicina en Sevilla vivía en el Colegio Mayor Fernando el Santo, un colegio del régimen, nuevecito, en el que pasé una época muy feliz de mi vida, porque en esos tiempos incluso ligaba; y ligaba mucho. Hasta a las camareras, jovencitas como yo, del colegio las invitaba a bailar los domingos al hotel Luz Sevilla, en La Campana, un hotel de cinco estrellas donde muchas veces coincidí con Jaime Ostos y sus novias. Recuerdo a una sevillana encantadora, Paquita, muy graciosa, que bailaba muy bien y que le atizaba al whisky cosa fina y tenía una gracia que no se podía aguantar. Bueno, pues cerca del colegio mayor había un kiosco que era sucio, pero que preparaba unos bocadillos de salchichón, de chorizo y de mortadela sensacionales. Se llamaba –y se llama, porque hace como diez años lo visité de nuevo, ya remozado– Kiosco Oliva, pero los colegiales lo conocíamos como El Coño de la Bernarda, por su cuestionable higiene. Pues allí iba yo todas las tardes, a hojear u ojear, o a las dos cosas, los libros de medicina y a hablar con un individuo que parecía medio portugués y cuya profesión era la de domador de moscas. Se apellidaba Canteiro. Escribí un artículo sobre él, que mi buena amiga Helena Somervalli tradujo al sueco y que no sé si publicó la prensa de aquel país. Canteiro domaba moscas, había construido una diminuta pista, como la de un circo, pero del tamaño de una caja de puros, y había cortado una de sus alas a una docena de moscas, a las que había adiestrado para que realizaran ejercicios circenses que eran la admiración de los clientes de El Coño, dicho así, para abreviar, que es como realmente nosotros llamábamos al Kiosco Oliva. Canteiro y yo hablábamos mucho, porque a mí la carrera no me gustaba y pasaba las horas en El Coño, hablando con los clientes y zampándome bocatas de chorizo, salchichón y mortadela. Incluso alguna tortilla, hecha con huevos dudosos. Muy de la época. Muchos años después estaba yo en Nueva York, no recuerdo si con mi hija mayor o con una amiga, y me pasé por Times Square, para comprar entradas en las taquillas donde venden los tickets para los teatros de Broadway. En aquella placita vi que había un revuelo de gente en torno a un tipo vestido de rojo de los pies a la cabeza, con un frac y con un bombín igualmente rojo, que captaba la atención de los viandantes. Imaginen la sorpresa cuando reconocí, junto a una mesa cutre desplegada al efecto, a Canteiro, creo que se llamaba Ceferino, haciendo una exhibición con sus moscas, me supongo que herederas de aquellas de Sevilla porque las moscas tienen una vida muy corta. Tenía un plato lleno de billetes de uno y de cinco dólares y parecía irle muy bien. Lo identifiqué y grité su nombre y él se quedó con cara de asombro, hasta que me reconoció, pero no me hizo demasiado caso, según creo recordar. Hablamos de los tiempos de Sevilla, en un descanso de su espectáculo, y me preguntó que si no le dejaba algo para sus moscas. Le puse en la cajita un billete de diez dólares y así pude verlo sonreír. La otra anécdota que le conté a Carmen fue la del saxofonista prodigioso que, con otros dos músicos, tocaba en la puerta del edificio de El Corte Inglés, en la Plaza del Duque, en Sevilla. Tocaban como los dioses y advertí que el músico del saxo tenía un solo zapato, o el otro estaba casi en las últimas, no recuerdo bien, o ya le quedaba sólo el calcetín, negro como su propia suerte. Pasé un rato escuchando a aquel trío maravilloso –cantaba a veces con ellos una chica— y le pregunté de dónde eran. Procedían del Este de Europa, no tenían ni para comer. Le pregunté qué le había pasado a su zapato y el hombre del saxo me dijo: “Fue de caminar”. Me dio una pena tremenda. Yo acababa de cobrar las 1.000 pesetas que mi abuelo me dejaba emplear al mes en mis gastos, óbolo que iba a buscar al Mercado de Entradores, al puesto del corresponsal de mi abuelo en las exportaciones de plátanos a Sevilla, que se llamaba don Evaristo, encargado de vigilar mis pasos en la ciudad, con poco éxito. Porque en Sevilla me bebí toda la cerveza de Baturone, frente al hospital de La Macarena, cerca de la Facultad de Medicina. Me dio tanta pena de aquel hombre que subí a la zapatería de El Corte Inglés, tras preguntarle el número que calzaba, y le compré unos zapatos marrones, de aquellos baratos de rejilla, muy propios de los sesenta, horrorosos, pero que eran muy cómodos. Me costaron veinte duros o algo más, no recuerdo. Se los regalé y el hombre no salía de su asombro. Me dijo que su grupo tocaría para mí lo que yo quisiera y se me ocurrió pedirle una de mis canciones favoritas “Tres monedas en la fuente”, de la película del mismo nombre dirigida por Jean Negulescu (1954), que yo había visto tropecientas veces. La bordaron. Pero ahí no acabó la cosa. Años después, viendo un famoso concierto por televisión, la cara de uno de los músicos de la orquesta me resultaba familiar, sin que pudiera ubicarlo por muchos esfuerzos que hacía. Terminado el concierto, se me apareció el Espíritu Santo: aquel hombre, ya maduro, era el joven del saxo y de los zapatos rotos, al que yo le había regalado los borceguíes de rejillas y que tocaba en la puerta de El Corte Inglés de la Plaza del Duque de Sevilla. Me dio un vuelco el corazón. No podía existir tanta casualidad. Pero así fue, como luego pude comprobar, ya con la Internet. Ese hombre tocaba el saxo en una de las grandes orquestas filarmónicas de Europa.

El músico de la Sinfónica de Tenerife enarbola el mazo de La Sexta, de Mahler.

Por cierto, el otro día me mandaron una foto de La Orquesta Sinfónica de Tenerife, que interpretaba creo que La Sexta de Mahler, a quien no conocía nadie en España hasta que lo citó con entusiasmo Alfonso Guerra A esa sinfonía la llaman La Trágica, que necesita algo así como 120 músicos, y el percusionista enarbolaba un mazo de obra, necesario para un pasaje de esa pieza musical. No es usual ver a un percusionista con tamaño instrumento, así que mi amigo le tomó una foto y me la envió y aquí la tienen ustedes. Curioso momento en el que el hombre pega con el mazo y provoca un ruido ensordecedor, que hace temblar el auditorio.

Charlando con Javi Báez en el Jaxana, el restaurante de moda.

Bueno, y finalmente por hoy, el otro día degusté los platos del Jaxana, el restaurante de moda de Santa Cruz, propiedad de Javi Báez, hijo de mi gran amigo José Miguel Báez Calvo, gran corredor de coches, gran directivo de la Federación de Automovilismo y del Automóvil Club, presidente nacional que fue de las autoescuelas, fundador de Velox y primero o segundo importador de coches usados de Alemania, con mi amigo el Pichote. Y uno de los que ganaba elecciones con el PP y mentor de sus Nuevas Generaciones. Bueno, pues Javi Báez, su hijo, que ha montado el Jaxana, está haciendo una comida fantástica, con una carne fuera de serie que Juanito Pelayo le trae de la península, del Escorial o por ahí, y una comida japonesa, en la que utiliza la carne de pato, exquisita y otros ingredientes, que a mí me encantaron. Casi no salgo de allí, porque lo regaron todo con cava y uno no es bobo del todo. Fue una de las sesiones que prepara Juan Antonio Inurria para las redes, con Rita y con Gabriel y Edgard de protagonistas adicionales. Lo hacen muy bien. Espero que triunfen, como ha triunfado Javi Báez, con el que tengo que hablar un día largo y tendido de los empresarios jóvenes que tanto tienen que decir. Y corto ya, porque esto, con tanta historia, se me ha hecho demasiado largo.

Andrés Chaves
Andrés Chaves
Periodista por la EOP de la Universidad de La Laguna, licenciado y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ex presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, ex vicepresidente de la FAPE, fundador de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna y su primer profesor y profesor honorífico de la Complutense. Es miembro del Instituto de Estudios Canarios y de la National Geographic Society.

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