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Venezuela y Estados Unidos han entrado en una nueva fase de pulso estratégico. Nicolás Maduro anunció este lunes la activación de 4,5 millones de milicianos “preparados, armados y desplegados” en todo el país, una demostración de fuerza con la que dice responder a la inminente llegada a aguas próximas de tres destructores Aegis de la Marina estadounidense —el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson— que participarán en una gran operación antinarcóticos con apoyo de aviones de vigilancia, un submarino y miles de marinos e infantes.
El movimiento militar de Washington se basa en la ofensiva que la Casa Blanca asegura haber lanzado para debilitar a los cárteles latinoamericanos y cortar rutas marítimas del narcotráfico. La operación prevé que los buques lleguen a la zona en un margen de 36 horas, con reglas de misión que, de momento, se presentan como de interdicción y disuasión.
Caracas replica con una narrativa de “defensa de la soberanía”. En un acto televisado, Maduro ordenó “activar un plan especial” para desplegar la Milicia Nacional Bolivariana por sectores y territorios, e insistió en la necesidad de “armar” a las bases campesinas y obreras como “pieza clave de un plan de paz”. La movilización, subrayan las autoridades chavistas, pretende “resguardar la paz interna” ante lo que describen como “amenazas” y “cerco” exterior.
La escalada coincide con un endurecimiento del arsenal de presión estadounidense contra el régimen venezolano. En los últimos días, Washington elevó la recompensa por información que conduzca a la captura de Maduro hasta los 50 millones de dólares, un listón inédito que se suma a designaciones recientes contra organizaciones criminales de la región y a la intensificación de despliegues militares en el Caribe.
El tablero, no obstante, no se limita al intercambio de mensajes. La presencia de tres destructores Aegis —plataformas con radar SPY-1 y capacidad de defensa antiaérea y misiles de crucero— incrementa la capacidad de vigilancia y control marítimo en rutas sensibles entre el Atlántico y el Caribe, donde, según Estados Unidos, operan redes asociadas al tráfico de cocaína y fentanilo que terminan impactando su frontera sur.
Para Maduro, la jugada tiene lectura interna: ofrece una cohesión de mando sobre Fuerza Armada y milicias en un momento de desgaste económico y aislamiento diplomático, y reactiva el relato del “enemigo externo” como aglutinante político.
A corto plazo, el foco estará en tres preguntas: si el despliegue de la Marina de EE. UU. se mantendrá en claves estrictamente antinarcóticos; si Caracas limitará su respuesta a la movilización simbólica de la Milicia o buscará exhibiciones operativas en el mar —con el consiguiente riesgo de fricción—; y si actores regionales, desde México hasta Brasil y el Caribe oriental, activarán canales de contención diplomática para evitar que la tensión derive en una crisis abierta. Por ahora, las dos capitales se vigilan a distancia, con el Caribe como escenario y el narcotráfico como argumento oficial, pero con un trasfondo inequívocamente geopolítico.