El nuevo pontífice asume el liderazgo de una institución envejecida, salpicada por escándalos, debilitada internamente y con cada vez menos influencia en Occidente.
Con el humo blanco ya disipado y la Plaza de San Pedro de nuevo en calma, León XIV comienza su pontificado bajo una presión silenciosa pero profunda. Su antecesor, Francisco, intentó durante más de una década actualizar la Iglesia Católica sin romper con sus dogmas esenciales, con un balance agridulce. Ahora, su sucesor no solo hereda los mismos desafíos, sino que lo hace en un mundo aún más polarizado y hostil a las estructuras de poder tradicionales.
Las estadísticas no engañan: cada vez hay menos católicos practicantes en Europa y América del Norte. En un mundo en el que las nuevas generaciones encuentran respuestas en otras filosofías, o en ninguna, el discurso vaticano suena cada vez más desconectado. Mientras tanto, se cierra un número creciente de parroquias y los seminarios están prácticamente vacíos. La estrategia parece clara: apostar por los mercados emergentes de fe en África y Asia. Pero ¿es eso evangelización o una simple fuga hacia adelante?
A León XIV se le pedirá que sea un papa para los jóvenes, que abrace las redes sociales, el lenguaje de la inmediatez e incluso la Inteligencia Artificial, pese a las dudas que mostró su predecesor. Sin embargo, la pregunta de fondo permanece: ¿puede una institución que sigue negando ciertos derechos fundamentales convertirse en referente para una generación que los considera irrenunciables?
El Vaticano sigue siendo uno de los actores diplomáticos más influyentes del planeta. La Santa Sede mantiene relaciones con 180 países y juega, cuando le interesa, un papel relevante en negociaciones internacionales. Se ha dicho que es una diplomacia silenciosa, pero también opaca. A pesar de sus gestos públicos contra la guerra o la pobreza, la Iglesia nunca ha dejado de tener intereses geoestratégicos que nada tienen que ver con el Evangelio.
El nuevo papa tendrá que posicionarse en un contexto más volátil que el que recibió Francisco: el conflicto ruso-ucraniano, las guerras abiertas en Oriente Próximo, el auge del autoritarismo global o la crisis climática son asuntos que exigen más que oraciones. ¿Será León XIV un líder valiente o una figura decorativa más?
La imagen de unidad que proyecta la Iglesia es más simbólica que real. Bajo el barniz de la liturgia, coexisten facciones enfrentadas entre conservadores y reformistas. Aunque Francisco designó al 80% de los cardenales del cónclave, su legado aperturista no es compartido por todos. La tensión con los obispos estadounidenses, el debate sobre los derechos de los colectivos LGTB o el papel de la mujer dentro de la Iglesia son solo algunos de los temas que podrían encender nuevas crisis internas.
Pocas heridas tan profundas y persistentes como la de los abusos sexuales dentro del clero. Aunque Francisco dio algunos pasos hacia la rendición de cuentas, muchos consideran que fueron tibios y tardíos. León XIV deberá demostrar que no es cómplice del silencio, y que no tolerará la cultura de impunidad. Las víctimas exigen justicia, no compasión paternalista.
El problema ya no es solo lo que se hizo, sino lo que sigue saliendo a la luz en países donde apenas se ha investigado: África, América Latina y parte de Asia. ¿Habrá voluntad real de ir hasta el fondo?
La Santa Sede arrastra una grave crisis económica, con un fondo de pensiones deficitario y un historial de escándalos financieros difícil de ignorar. Aunque Francisco promovió cierta transparencia, lo hizo en un entorno donde las auditorías externas siguen siendo incómodas y donde los delitos económicos rara vez se castigan como en el ámbito civil.
El nuevo papa necesitará más perfil de gestor que de pastor si quiere sanear unas cuentas que se tambalean. ¿Está dispuesto a abrir completamente las puertas de la caja vaticana o preferirá mantener el secretismo?