El parque de Iguazú es un paraje natural maravilloso y sus cataratas mucho más espectaculares que las del Niágara, que también conozco y que injustamente se llevan la fama.
Iguazú es frontera entre tres países: Argentina, Brasil y Paraguay. Hay un puente que une dos de ellos, el Puente de la Amistad. La ciudad que antiguamente se llamaba Puerto Stroessner, en honor al dictador paraguayo, creo que hoy se denomina Ciudad del Este y alberga a los mismos contrabandistas de siempre.
Tuve el atrevimiento de cruzar aquella frontera de noche, en compañía de una amiga. Era madrugada. En el suelo de la carretera había un enorme stop, no, estaba en español: decía “pare”; y junto a él la caseta de los guardias fronterizos, ya no recuerdo si brasileños o paraguayos.
Total, que paro. Y nada. Toco la pita varias veces, y nada. Vuelvo a hacer sonar la bocina del jeep en el que viajábamos y por la ventanilla de la garita, un pie descalzo nos hacía señas de que avanzáramos, como dando a entender que no tenía el guardia ganas de sellar nuestros pasaportes.
Seguimos y llegamos al hotel, exhaustos, después de recorrer centenares y centenares de kilómetros. Pero no les quería contar esto, lo del guardia que mandaba a seguir la ruta con los pies, sino algo que me conmovió.
Al día siguiente fuimos a Iguazú, creo que a la parte argentina, a ver la Garganta del Diablo, que suele llevar un caudal de agua impresionante y que se puede contemplar muy de cerca, gracias a un mirador protegido por vallas fabricadas con troncos de árboles, desde la misma boca.
Caminábamos por una vereda que conduce hacia la garganta, que, repito, impresiona –al menos a mí— más que las cataratas del Niágara, igualmente bellísimas. Sorteando aquellos charcos me fijé en que de uno de ellos sobresalía un ánfora preciosa, rematada con una tapa que llevaba en lo más alto una figura de metal, igualmente bellísima.
Le dije a mi amiga: “Esta puede ser la lámpara de Aladino, voy a examinarla y vete preparando los tres deseos”. Con riesgo de mojarme –me mojé—, llegué hasta el charco, de dos palmos de profundidad, cogí en mis manos la vasija y con no poco trabajo pude abrir la tapa, despacito, tomando todas las precauciones. Primero la froté y nada. No apareció el genio que le concedió los tres deseos a Aladino.
Es decir, hice lo que jamás se debe hacer, por razones que ahora les cuento. Cuando abrí la lámpara y metí la mano dentro de ella sólo toqué cenizas. Y las cenizas eran, evidentemente de un muerto.
Consternado, retiré la mano, tapé el ánfora, la deposité en el mismo sitio en que la encontré y me lavé las manos una y otra vez en aquellos charcos de agua fría, cristalina. Había profanado el descanso de alguien que decidió pasar el resto de su muerte en aquel paraje maravilloso.
Mi acción fue, desde luego, involuntaria, movido por la curiosidad de periodista, pero hay que aprender a respetar las cenizas de otros. Muchas veces me acuerdo de aquello y se me pone la carne de gallina. Y cada vez que mi amiga me llama, como por ejemplo ahora por Navidad, me recuerda lo de las cenizas de Iguazú.