Alberto Núñez Feijóo eligió este 8 de junio como escenario simbólico para lanzar un mensaje rotundo: si no puede marcar el paso del Gobierno en las instituciones, lo intentará en las calles. La manifestación convocada por el Partido Popular en la Plaza de España de Madrid no solo fue un acto de fuerza contra Pedro Sánchez, sino también un intento de reposicionar a Feijóo ante sus propias bases. Una demostración de músculo bajo el lema «Mafia o democracia», que más que aclarar el panorama político español, parece haberlo empobrecido aún más en términos de debate democrático.
Según las cifras proporcionadas por el propio PP, el acto congregó a más de 100.000 personas, aunque la Delegación del Gobierno rebajó ese número a la mitad. Más allá del baile de cifras, lo cierto es que el mensaje fue claro: el líder popular quiere liderar una «revolución de la decencia», una consigna que resuena fuerte, pero que se queda en el plano simbólico sin un programa político concreto detrás. La apelación al hartazgo ciudadano frente a la figura del presidente del Gobierno parece más un recurso electoralista que una propuesta de regeneración real.
Feijóo no estuvo solo. Arropado por expresidentes como Aznar y Rajoy, por barones autonómicos y cargos del partido, intentó proyectar una imagen de unidad frente a lo que calificó como un «Gobierno que nos miente». Sin embargo, la ausencia de Vox —que optó por desmarcarse del acto— y los esfuerzos explícitos del PP por minimizar esa división, revelan las tensiones latentes dentro del bloque conservador.
El tono del discurso osciló entre el victimismo institucional («Sánchez se esconde») y la épica impostada («España necesita una revolución»). Feijóo criticó la amnistía, los pactos parlamentarios del Gobierno y las últimas tramas de corrupción, pero evitó con cuidado autocríticas o referencias a los propios casos que han salpicado a su partido en el pasado. Así, la narrativa de “limpieza ética” se presenta en un envoltorio frágil, más orientado al marketing político que a una reflexión real sobre el deterioro institucional.
La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, fue una de las voces más aclamadas. Comparó la situación de España con la de Venezuela y advirtió de una “dictadura de las minorías”, en un discurso que, lejos de tender puentes, ahonda en la polarización. La presidenta utilizó referencias inquietantes al “nacimiento de las dictaduras” y a una “mafia de Estado”, planteamientos más propios de la retórica populista que del análisis político ponderado.
En una línea similar, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, se refirió a Moncloa como “el centro de la mafia” y acusó al entorno del presidente de operar tramas al más puro estilo criminal. Las declaraciones, que desdibujan los límites entre denuncia política y teoría de la conspiración, apuntan a una estrategia donde lo importante no es la veracidad, sino la eficacia del impacto emocional.
Lo que queda de este 8 de junio no es tanto la imagen de un líder fortalecido, sino la de un partido que intenta sobrevivir a una realidad que no termina de controlar: un Gobierno que resiste, una ultraderecha que le disputa el electorado y una sociedad que observa con creciente escepticismo las promesas de «decencia» convertidas en espectáculo.
La movilización masiva bajo el sol de Madrid puede dar un titular, pero difícilmente resuelve la falta de proyecto de un partido que sigue mirando más a Sánchez que a sí mismo. Si la revolución que Feijóo propone es solo de gestos, el problema no será la falta de urnas, sino la ausencia de ideas.