
La fragata “Danmark”, ese velero antiguo, de gran porte, que cuando despliega sus velas parece que vuela, como el velero bergantín del poeta, está en el puerto tinerfeño y muchísima gente fue al muelle verlo de cerca. La “Danmark”, ese bonito buque escuela, tiene dedicada una calle en Santa Cruz, una calle muy principal, y aquella iniciativa se debió a la insistencia ante el Ayuntamiento de un cónsul inolvidable, danés, don Peder C. Larsen (1913-1996), hombre extremadamente educado y cordial que representó los intereses de Dinamarca en la isla durante tantos años. Larsen donó el reloj de flores del parque García Sanabria a la ciudad y allí figura una placa para dar testimonio de ello. Se enamoró de la isla y de la ciudad, que nunca abandonó, desde 1938, cuando llegó, en plena guerra civil, al día de su muerte. Hoy, los cadetes de su hermosa nave pasean por nuestras ciudades y nuestros pueblos, como siempre, correctos, educados, sonrientes, felices de estar en una tierra amiga como es ésta.

Dinamarca es un pequeño país, pero si contamos a Groenlandia, que ahora Trump quiere “comprar”, sería un país enorme. Un país con una gran renta per cápita, un país bien organizado, tranquilo, que en estos años se ha puesto a crear series de televisión y las borda, incluso con thrillers muy bien rodados y de mucho éxito en territorios de los cinco continentes. Con una monarquía sólida, a pesar de los pesares, una monarquía parlamentaria que es un ejemplo y que da a entender que el sistema es más válido que otros. Ayer, Santa Cruz se llenó con las gorras de los cadetes, y La Laguna también, porque hasta Aguere subieron en el tranvía un montón de chicos y de chicas jóvenes que, de vez en vez, trepan a los palos de su fragata para formar hileras propias de marineros. Y de equilibristas. Se irá la nave, desplegará sus velas, ya fuera del Puerto, y enfilará al horizonte con un tanto de pena de sus tripulantes al abandonar la ciudad que tanto cariño –y una calle, insisto— le ha concedido a este barco amigo. Ahora tengo que hablar del mar, pero de un mar tenebroso, el de la llamada “ruta canaria”, que se ha tragado este año a 9.757 personas (cifra de una ONG) que querían alcanzar las costas canarias, sin saber bien a dónde iban, en embarcaciones de juguete, engañadas por las mafias, huyendo de la pobreza y cayendo en una pobreza más cruel, buscando la libertad que no encuentran en sus países, en una loca carrera hacia la muerte. Es mucha gente ya la que se deja la vida en el mar, un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro. Es la cara y la cruz del mar. Un barco hermoso, que lo surca, y unas embarcaciones precarias e inapropiadas que vuelcan y sepultan a sus ocupantes en el océano, sin ninguna posibilidad de ser salvados porque en alta mar, sobre todo de noche, no se les localiza en tantas ocasiones. Y muchos de los que lo consiguen tienen que regresar inevitablemente. La Europa que les prometen no existe, es mentira.