Sin justicia no hay Estado de derecho. Pero ¿qué se debe de entender por justicia?
Un concepto subjetivo de justicia nos lleva a navegar en el ámbito privado del individuo que, por mor de los intereses, deseos, pasiones y sentimientos personales solo considerará justicia aquella cuyo su contenido y sus consecuencias se ajusten a lo que el perjudicado por la acción del otro entienda como un resarcimiento idóneo y suficiente. En este sentido, la venganza entraría dentro del concepto. Pero he aquí que el derecho entra en juego, ajustando, moderando y templando el impulso de retorsión que acontece ante el agravio y el daño infligido, entrando así en el ámbito de la justicia objetiva, con sus connotaciones de justicia retributiva, reparadora y, al mismo tiempo, resocializadora y educativa.
Hasta aquí, grosso modo, la teoría.
Porque ahora es necesario adoptar el punto de vista del destinatario final: el ciudadano. La visión que este tendrá y tiene de la justicia va a depender de conceptos más prosaicos, más de andar por casa. El ciudadano va a demandar cercanía, inteligibilidad, agilidad y, sobre todo, rapidez. Porque el ciudadano solo entiende por justicia eficaz y efectiva aquella que es capaz de resolver sus demandas en un plazo temporal lo más corto posible. Sí, vale, ya sabemos que las garantías que exige el proceso, con el indefectible respeto de los derechos y libertades fundamentales, no es propicio para los atajos y las simplificaciones. Pero una cosa es velar continuamente por el cumplimiento de las máximas garantías, tanto constitucionales como legales y otra muy distinta que el tiempo se dilate sine die porque la carga de trabajo que soportan los órganos judiciales es incompatible con producir unas respuestas temporales óptimas y satisfactorias.
Empecé a trabajar en y para la Administración de Justicia en el año 1988. Todavía se podían ver en las oficinas judiciales máquinas de escribir manuales -yo usé en ocasiones una Olivetti de esas clásicas-, aunque ya había comenzado la renovación del parque con la llegada de las máquinas de escribir eléctricas, incluso con una pequeña memoria que permitía grabar algunos textos que se utilizaban con carácter repetitivo. Comenzando la década de los noventa dio comienzo la implantación de los primeros ordenadores y aplicaciones informáticas concebidas para el procedimiento judicial, un procedimiento que difiere del administrativo y que se caracteriza por su peculiaridad, su diversidad procedimental y por su complejidad en muchos casos.
Con el paso de los años, las herramientas informáticas fueron evolucionando mediante la concepción y desarrollo de nuevas aplicaciones y programas, así como con la creación de sistemas de interoperabilidad con otras administraciones y entidades públicas y privadas y la paulatina puesta en marcha de sistemas de notificaciones y de presentación telemática de demandas y escritos. Lo más reciente, el expediente electrónico, con la mirada puesta en la casi total desaparición de la impresión en papel.
Desde luego, alguien ajeno al mundo judicial podría concluir que la Administración de Justicia ha sido proveída suficientemente de medios técnicos y tecnológicos a la par que cualquier otra administración. Sin embargo hay dos cuestiones que la hacen diferente y que han ocasionado que aquellos medios no hayan sido suficientes para conseguir la tan cacareada y ansiada agilización. La primera es que el desarrollo y la implantación de aquellas herramientas siempre se ha hecho con un retraso considerable con relación a las otras administraciones.
De hecho, cuando en justicia comenzábamos a incorporar nuevos sistemas de trabajo, en el ámbito local y autonómico, e incluso en el estatal, ya nos llevaban algunos años de ventaja.
La segunda y, a todas luces, la más importante de cara a explicar por qué la Administración de Justicia no sale de ese atraso cuasi secular que se ha convertido en algo inherente y distintivo de esta administración, es su obsoleta organización interna. Ningún Gobierno, hasta ahora, ha tenido interés, ha sido capaz o, sencillamente, no ha querido afrontar, desarrollar e implementar una reforma sustancial, profunda, básica y verdaderamente ambiciosa. Más bien al contrario, siempre han sido parciales, limitadas, estrictamente acotadas, muy lejos de lo que debe entenderse por una reforma integral y que acabe, de una vez por todas, con el sambenito de la lentitud y la farragosidad de los trámites judiciales.
Y lejos de abordar una reforma con aquellas características nos encontramos, por enésima vez, ante un nuevo portal inter dimensional –hago esta comparación porque cada reforma ha sido como un salto a través del tiempo y del espacio sin que nunca supiéramos dónde y cómo íbamos a aterrizar en el otro lado– radiante y luminiscente en su entorno, pero oscuro e inquietante en su núcleo. Nada más y nada menos que la desaparición de los juzgados y la puesta en marcha de tribunales de instancia.
Caramba cómo suena esto. Se trata de reducir la excesiva atomización de la organización judicial, creando tribunales y suprimiendo los juzgados ordinarios. A priori, muy racional y práctico. Pero la realidad que esconde es definible con un sencillo y expresivo refrán: los mismos perros con distintos collares. Y es que el fondo del estanque sigue sin limpiarse; se vuelve a cambiar el continente pero no el contenido. Reforma legal tras reforma legal; ya perdí la cuenta de las veces que los funcionarios hemos tenido que “sufrir” los cambios legislativos para adaptar el trabajo procesal a la nueva norma. El resultado, indefectiblemente, ha sido el mismo: incremento de la carga de trabajo tanto en los órganos judiciales –leáse jueces y letrados de la Administración de Justicia– en conjunto, como para cada uno de los funcionarios; creación de nuevos juzgados, secciones o salas, a todas luces insuficiente. Y sin abordar el proporcional incremento de las plantillas.
Los ahora denominados tribunales de instancia son esencialmente un mero cambio de nomenclatura, tal vez ahora impulsados por un Gobierno que es muy reticente a que un único juez tenga tanto “poder”. Pero no se engañen. Mientras no se aborde y se haga realidad un cambio en la forma de organizar los equipos de trabajo en las oficinas judiciales y en la distribución y reparto de las tareas –múltiples– que conlleva un procedimiento judicial.
Una definición clara y precisa de las funciones y de las responsabilidades de cada uno de los integrantes de dicha oficina, con la conformación de unas relaciones de puesto de trabajo que permita definir y caracterizar aquéllas, acabando definitivamente con el mare magnum competencial propio de sistemas judiciales anárquicos y autárquicos; y un sistema retributivo que no solo abone el sueldo en función del Cuerpo, sino que retribuya también la productividad, la calidad del trabajo, la iniciativa y la profesionalidad del funcionario. Mientras todo eso siga pendiente, las reformas solo producirán una mera ilusión, y no irán más allá de pequeños retoques, efectistas desde el punto de vista político del Gobierno de turno, pero carentes de relevancia, manteniendo el timón de la nave con rumbo fijo.
Poco o nada espero del actual gobierno, mucho más preocupado por la instrumentalización de la justicia que por llevar a cabo una reforma de calado. Nada nuevo por otra parte. Nada que no hayamos visto antes. Pregonar la independencia del poder judicial no debería estar ya en el debate de una nación democrática; menos aún polemizar sobre esta cuestión. Lo que sí debe acontecer sin más demora es ponerse el mono de trabajo para adentrarse en las entrañas de la maquinaria y sustituirla por otra que convierta a la administración de justicia en el referente digno de un Estado moderno y paradigma y ejemplo del entramado administrativo español.