Mientras el rey Juan Carlos I disfruta del viento y las regatas en Sanxenxo, su maquinaria legal comienza a moverse a ritmo de querella. La jornada del viernes arrancó en Santander con un acto de conciliación entre el Emérito y el expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, en un intento —previsible y fallido— de evitar la vía judicial. Juan Carlos I exige 50.000 euros por unas declaraciones que considera «injuriosas y calumniosas». Revilla, lejos de retractarse, insiste: «Me ha defraudado su última etapa, que ha sido lamentable».
Aunque el episodio podría parecer anecdótico, tiene implicaciones relevantes. No es solo un desencuentro entre dos figuras públicas: es la apertura simbólica de una estrategia de defensa reputacional que el Emérito parece querer desplegar contra toda crítica incómoda. Su objetivo ya no es la esfera institucional —de la que se ha desvinculado en la práctica—, sino su propia imagen personal.
En el acto, la defensa de Don Juan Carlos exigió al expresidente cántabro no solo disculpas públicas, sino que las hiciera en los mismos programas de televisión en los que expresó sus críticas. También en redes sociales. La respuesta fue clara: “Nos ratificamos”. El letrado de Revilla argumentó que su cliente no se basó en afirmaciones falsas sino en opiniones construidas sobre hechos de dominio público y ampliamente difundidos por los medios. En otras palabras, no mintió, opinó.
Aquí se abre el verdadero debate: ¿dónde acaba la opinión legítima y empieza la injuria?, ¿qué nivel de protección merece la figura de un exjefe de Estado que ha sido protagonista de múltiples escándalos financieros, pero que nunca ha sido condenado por ellos? La defensa del Emérito recordó que «las informaciones periodísticas no son sentencias judiciales», pero ¿es eso suficiente para acallar cualquier juicio de valor sobre ellas?
Más allá del contenido jurídico, la escena destilaba un notable componente mediático. La presencia de numerosos periodistas y la puesta en escena de ambas partes sugieren que esta batalla se libra tanto en los juzgados como en la opinión pública. Revilla, conocedor del poder del altavoz, no dudó en volver a hablar a las cámaras tras la vista: «Yo he sido el portavoz de una opinión generalizada. Este hombre nos ha defraudado», declaró. Y añadió que, si el juicio prospera, exigirá la comparecencia del Rey Juan Carlos en sede judicial.
Desde su exilio en Abu Dabi, el Emérito parece dispuesto a hacer frente a quienes han contribuido al deterioro de su imagen. Revilla es solo el primero. Según su entorno, el antiguo monarca prepara nuevas acciones contra figuras como Corinna Larsen o el abogado suizo Dante Canonica, en una tentativa por invertir, en los tribunales, el relato de sus últimos años.
El resultado de esta operación es incierto. Pero lo que sí está claro es que, en su empeño por blindar su honor, Juan Carlos I parece dispuesto a cuestionar uno de los pilares de la democracia: la libertad de expresión, incluso cuando lo que se expresa es un malestar ampliamente compartido. Irónicamente, su estrategia legal puede reavivar justo aquello que pretende apagar. Pero, claro, la libertad de expresión tiene un límite. Y esto también está recogido en las leyes. Los jueces dirán.