Ayer, Donald Trump aceptó, “orgulloso”, la candidatura republicana a la presidencia de los Estados Unidos. Ya digo, lo hizo “orgullosamente”. Dos horas de discurso ante un público entregado. Es el puto amo. Yo creo que no le queda mucha señal del atentado en la oreja, pero ahí sigue el parche en el tronco, que será retirado –supongo— en los próximos días. Dicen que es otro Trump distinto al de antes del atentado; pero, no, es el mismo. Y América –como ellos llaman a los Estados Unidos— lo va a votar, sobre todo si la alternativa es un viejo decrépito que confunde a un marine con una flor tropical. Si Mike Pompeo, antiguo secretario de Estado de Trump, era tan plano negociando como hablando, ya me lo explico todo. Fue cortito, eso sí, pero no dijo nada. Y el que menos se prodigó en elogios, quizá porque don Donald no había llegado al lugar de la Convención Nacional de los republicanos USA. Uno con cara de loco, el pastor de Detroit llamado Lorenzo Sewell, que debe ser un telepredicador con muchos adeptos, despelujado y chillón, fue más eficaz que Pompeo a la hora de enardecer a las masas, a las que no les hace falta mucho para ser enardecidas. Y luego, una baratada, Annette Albright, ex oficial de correccional de North Carolina, que dijo cuatro chorradas y se fue, para dar paso a un tipo que se llama Hulk y que se parece al increíble Hulk, pero no es verde. Y debe ser de gran influencia, por dos motivos: a) se me parece a uno de aquellos que invadieron el Capitolio, aunque no quiero levantar falsos testimonios; y b) es más bruto que un arado, se rompió una camiseta que llevaba puesta para dar paso a otra que lucía debajo, con apología de Trump, y fue muy aplaudido. Y, además, don Donald lo saludó al final de su largo, innecesario, contradictorio y atropellado discurso (el de Trump). Así que debe tener tirón electoral en este país de locos. Al increíble Hulk le siguió una especie de pastor que maneja una organización, Samaritan Purse, que factura 623 millones de dólares al año, un pastor evangélico, o algo así, llamado Evan Selica, que se puso a rezar allí, en el atril.
Y a continuación subió al estrado Eric Trump, hijo de su padre y esposo de Lara Trump, una gran oradora y segunda CEO de la Convención Republicana, que también apareció por allí con sus dos hijos, niño y niña, rubitos. El niño, encorbatado, llevaba un terno azul que encandilaba, muy USA del interior. Sería para cautivar al electorado de Indiana, un suponer. Y a lo mejor aprovecharon la abundante tela de un terno viejo del abuelo para hacerle el uniforme al niño. Eric Trump, que es más listo que su hermano Donaldito, dijo una mentira: “Papá, todo el país te quiere”. Y entonces llegó el momento de la noche. Las cámaras de todas las televisiones enfocaron la entrada triunfal, radiante, vestida con el traje de la mujer de rojo, con una melena limpia, de Melania Trump. Si alguien tenía alguna duda, sigue con su marido, al menos en apariencia, y aquella es una diosa del Olimpo, de un moreno armonioso, una mujer impecable, de sonrisa medida, andar parsimonioso y un poquito nerviosa, lo justo para hacerla aún más atractiva. Hasta la música era la perfecta para la ocasión. Tras la entrada, con ella en la tribuna, le sucedió el ex marido (sólo por unos meses) de Pamela Anderson, un rapero que canta infamemente, como todos los raperos, de 51 años, cinco veces nominado a los Grammy; y, tras él, Lee Greenwood, un cantante country de 81 años, más soportable, la verdad. Es el autor de la famosa canción God bless the USA. Eran los teloneros, menos Melania, a la que no se puede calificar sino de diosa coronada, de estrella rutilante, de musa de la república. Luego, Trump sometió a la audiencia a dos horas de enardecida tortura; cerrará la frontera sur, acabará con la delincuencia, ayudará a Israel, no se gastará ni un euro en el extranjero para salvar la cara a los aliados; el otro día, cuando el atentado, tuvo a Dios a su lado (si hay Dios, está claro que lo tuvo); ofreció dinero a la familia del bombero muerto en el atentado dirigido contra él, Corey Comperatore, enseñó el cheque que tenía en su bolsillo, creo que de un millón de dólares, y a cuyo uniforme abrazó, colgado de un maniquí, como abrazó Laporta al maniquí de Messi cuando dijo que le iba a hacer una oferta que no podría rechazar y la rechazó. Trump añadió, entre otras muchas cosas, que quería ser presidente de todo el país, no de la mitad del país. Mientras, Biden estornudaba su tercer covid en dos años en Delaware, a la espera de que le den la patada, seguramente este fin de semana, para contener la avalancha republicana de Trump e intentar los demócratas colocar en su lugar dicen que a Kamala Harris, que arrastrará al abismo a sus correligionarios porque es un mala candidata. Trump elogió a su vicepresidente JD Vance, a su esposa Usha, que volvió a presentarse sin una sola joya –es bonito ver a alguien sin joyas—y se pegó un rollo macabeo como una especie de avance de su programa. Dijo que los emigrantes ilegales les estaban quitando el trabajo a los ciudadanos legales y que eso era insoportable. La jornada fue un tanto esperpéntica, muy a la americana. También habló un luchador no sé si de lucha libre, pero como no me interesaba para nada, tampoco le presté mucha atención. Hulk creo que también es luchador, pero no sé si piensa en verde o se transforma en verde. La estrella, ayer, no fue Trump, que aceptó, orgulloso, su nominación: la estrella fue Melania. Entre globos de colores y dorados, la familia esperó en el escenario a que los asistentes se hartaran de aplaudir y luego todos se mandaron a mudar. A descansar, que el trabajo empieza ahora, y a curarse esa oreja.