En el seno del PSOE se cuece un malestar contenido que, aunque no amenaza de momento el liderazgo de Pedro Sánchez, sí revela las grietas internas que la dirección del partido intenta mantener selladas. Lo que algunos llamarían debate ideológico, en Ferraz se percibe como ruido incómodo. Así lo dejan entrever las reacciones de históricos críticos como Emiliano García-Page y Javier Lambán, que han vuelto a alzar la voz tras la filtración de mensajes internos en los que Sánchez ordenaba “apagar fuegos” y presionar para que las voces discordantes dejaran de “tocar los cojones”.
Lejos de presentar una alternativa organizada, los barones más díscolos reconocen que en el actual ecosistema socialista sería suicida impulsar un liderazgo alternativo. “Lanzar a un compañero sería estrellarse”, admite Lambán, apuntando a una militancia completamente alineada con la cúpula. Lo que antes era diversidad de pensamiento dentro de una organización socialdemócrata, hoy se transforma en una narrativa de fidelidad incuestionable, según denuncian.
Page, por su parte, considera que el partido ha perdido la costumbre de debatir y tolerar matices: “La incomodidad con la discrepancia es inversamente proporcional a la facilidad para cambiar de opinión que se tiene”, reflexiona con ironía. En su visión, lo preocupante no es la hegemonía de Sánchez, sino que esta se base más en el control de las estructuras internas que en la construcción de un proyecto político ilusionante o inclusivo.
Ambos remiten a decisiones clave, como las resoluciones de 2015 para evitar pactos con independentistas, que, según ellos, hoy han quedado completamente desvirtuadas. Ven un PSOE que ya no se identifica con sus propios principios fundacionales y que ha asumido con naturalidad el pragmatismo de los acuerdos a cualquier coste, incluso a riesgo de vaciar su identidad política.
Desde su retiro institucional, Lambán insiste en que “la socialdemocracia está en pausa” y que cualquier intento de reactivarla desde dentro del partido resulta estéril. La paradoja, según dice, es que mientras la dirección presume de unidad, fuera del aparato crece un debate que dentro está vetado. Page, único socialista que aún gobierna con mayoría absoluta, coincide en que los malos resultados electorales no pueden disfrazarse de éxito táctico. “No se puede construir un proyecto solo sumando minorías fragmentadas. Hay que aspirar a ser mayoritarios de nuevo”, exige.
La revelación de mensajes en los que Sánchez descalifica con nombres y apellidos a figuras como Susana Díaz o Guillermo Fernández Vara ha servido para poner rostro al malestar que, si bien no es nuevo, sí ha sido acallado con eficacia. Díaz, relegada tras perder la Junta de Andalucía pese a ganar en votos, asegura que el «acoso y derribo» que sufrió desde Madrid fue brutal. “Había dos formas de entender la política: una que decía que no se podía gobernar con cualquiera a cualquier precio, y otra que entendía que gobernar lo justifica todo”, explica.
Sin embargo, ninguno de estos nombres parece dispuesto a abanderar una alternativa real. Reconocen el “liderazgo incontestable” de Sánchez y, en lugar de disputar el presente, posponen el debate a un futuro incierto. Curiosamente, ese “postsanchismo” que algunos esperan con cautela tampoco saldrá —según fuentes cercanas a Ximo Puig— de quienes hoy critican sin romper.
El PSOE, una organización que se precia de ser democrática y plural, parece haber encontrado en la homogeneidad una forma de control interno. El precio de esta unidad forzada podría ser la pérdida de identidad, o incluso la apatía de parte del electorado. Mientras tanto, los líderes que antaño cuestionaban las decisiones de Sánchez siguen hablando… pero sin moverse.