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martes, septiembre 10, 2024

El último día de Anselmo Chinea

Anselmo Chinea se había aliado con todos los santos para no morirse. Había cumplido 75 años y era dueño de la mayoría de las enfermedades del mundo, incluidos el asma, el reuma y unos pólipos en el intestino que le picaban, sobre todo al amanecer. Frecuentemente, desde docenas de años atrás, padecía de migraña y él mismo se preguntaba, con una sonrisa, cuando llegaba la jaqueca el día dos o el día tres de cada mes: “¿Cómo es posible esto, si en el vacío no hay dolor?”.  A veces las cefaleas emigraban a otros cerebros y lo dejaban en paz. Hacía bastante frío, aquella tarde del 24 de diciembre, en su casa del Bronx, Nueva York, destartalada y ruinosa. Había pasado recientemente el covid.

Anselmo Chinea se había casado seis veces y había sido bígamo durante décadas. En Colombia, años 60, ejerció como cura, sin serlo, en un pueblo fronterizo con Venezuela. Cuando se cansó de cantar misas y de rebañar los cepillos de la parroquia para sus vicios menores escribió, y nadie quiso publicarlo, un libro de 106 páginas en el que relataba los pecados de sus feligreses, con nombres y apellidos, oídos en confesión. Contaba en aquel manuscrito asesinatos, estupros, infidelidades varias y sodomías.

Más tarde volvió a Caracas (ciudad en la que había vivido) y a los seis meses de estar allí figuraba inscrito en el Anuario General de Abogados de Venezuela, tras falsificar un título de letrado por la Universidad de Santa María. Llegó a ser tan famoso, a ganar tanto pleito y a sobornar a tantos jueces que lo eligieron decano, le condecoraron con la Orden del Libertador y le hicieron embajador en Ecuador, gracias a la petición pertinaz al Gobierno de un amigo suyo, el doctor Benigno Fuentes de León, senador vitalicio de la República, contumacia que derivó en la decisión del propio presidente de Venezuela, ahora no sé si fue Rómulo, si el dictador Pérez Jiménez, si Raúl Leoni o si el breve Larrazábal. La verdad es que no me acuerdo.

A los tres meses de presentar sus cartas credenciales lo expulsaron del país ecuatoriano porque pretendió, y consiguió, a las esposas de dos ministros del Gobierno. Anselmo hacía el amor con ellas en sus camas, cuando sus esposos cobijaban con sus queridas en otros lechos. Pero todo tiene un límite. Fue delatado y descubierto, en cuarto despojado, y hecho preso, con gran escándalo diplomático.

Anselmo Chinea, que como se dijo al principio vive en una casa en ruinas en el distrito del Bronx, en Nueva York, se levanta cada mañana con el dolor de cabeza habitual. Ni siquiera se le alivia con una taza de té y una pastilla de paracetamol, ni con el crepitar sereno de la madera húmeda que arde en el interior de un bidón de hierro, su estufa.

Nació en la Gomera, de familia de gente rica. Se fue a América a los 17 años, huyendo de nadie, porque un viejo de la isla le contó que en América se hallaban las mejores mujeres del planeta, que eran cariñosas y gentiles, que masajeaban los pies de los hombres cada noche y que fornicaban con entusiasmo durante horas, sin cansarse jamás. La imaginación del chico se multiplicó entonces, marchó a Tenerife, abordó un barco de bandera  argentina y recaló en La Guaira.

Le contaron que cuando cayó la dictadura de Pérez Jiménez, los venezolanos hacían el juego de los coches. Se ataba a cualquier viandante de manos y de pies a dos coches que circularían en sentido inverso y partían en dos a las víctimas, mientras los espectadores aplaudían y bebían ron. Y algunos, whisky.

Anselmo Chinea, por una elevada apuesta, llegó a participar en el juego, a destiempo de la revuelta, atado a las dos defensas, pero un teniente coronel llamado Benicio Eleazar Camargo, que pasaba por allí al mando de una cuadrilla del orden, se apiadó de él, sacó su pistolón de la funda, disparó al aire y se acabó el carbón.

Fue tras aquel lance que casi le cuesta la vida cuando Anselmo Chinea decidió viajar a Nueva York, con unos cuantos dólares en el bolsillo, oculto como polizón en un barco venezolano que transportaba pepitas de oro de contrabando, tripulado por marineros de guerra sin uniforme y comandado por un capitán de Fragata de la Marina de Venezuela y por un almirante retirado de la Armada de los Estados Unidos de América. Chinea se escondió en la despensa de la motonave Catatumbo y no volvió a salir hasta que por la ventanuca de cristal divisó la Estatua de la Libertad. Entonces se lanzó a las frías aguas del Hudson, en pleno diciembre, e incomprensiblemente llegó a tierra americana.

Nuestro personaje no figuraba entonces, quizá por error, en la Relación de Canarios Famosos de la Emigración, de Juan Peña Abiza (Peña Abiza Editores), ni tampoco en otros volúmenes de necesario recuerdo. O quizá porque no era famoso propiamente dicho.

Nadie sabe, por consiguiente, que en Nueva York matrimonió con una señora mayor californiana, que le dejó al morir treinta mil cepas de viñas francesas y una casa grande en el Valle de San Andrés, California, que pronto vendió a un precio diez veces menor de su valor real: ciento cincuenta mil dólares, que Anselmo gastó en menos de dieciséis meses; y unas valiosísimas acciones al portador del First National Bank, de Nueva York, que Anselmo extravió y jamás volvió a encontrar. Lo demás se lo llevaron los hijos de la vieja, que se lanzaron sobre su cadáver como aves de rapiña en cuanto la buena mujer cerró los ojos.

Del costado más rico de Central Park (los dos costados lo son), donde residía con su anciana esposa, Anselmo Chinea se trasladó pronto al Bronx. Ya no podía trabajar porque no se acordaba de cómo hacerlo. Al principio, para entretenerse de noche, se dedicaba a lanzar agua caliente a los camellos que vendían droga en las esquinas. Y casi lo matan.

Luego vendió pachangas, en un carrito, en una esquina muy cutre del Spanish Harlem, años más tarde de cuando Otis Reading inventó aquella maldita canción. Le incendiaron el carro porque en el barrio lo queman todo, nadie sabe con qué motivo ni por qué razón. Quizá porque a los portorriqueños, dominicanos, colombianos y mexicanos de por allí les gusta el olor a madera quemada. No le encuentra Chinea otra explicación.

Desilusionado de todo, Anselmo Chinea decidió instalarse en el nada que hacer. Tomó posesión de una casa vieja en la que no encontró jeringuillas, ni rastros de violencia. Sólo una muñeca deshilachada, fabricada en Alicante por Payá Hermanos, y que sonreía sin parar, a todas horas y sin motivo aparente.

Anselmo Chinea la adoptó como hija única –nunca tuvo descendencia— y la recostó junto al viejo cajón de recuerdos, sin abrir desde hacía años, desde la muerte de su última esposa, la anciana americana. Ese baúl fue precintado por alguien, en medio de la confusión de la muerte, pero siempre caía en las manos de Chinea, por extrañas coincidencias.

Aquel 24 de diciembre, Anselmo se levantó junto a su ya conocido dolor de cabeza, pero con una incierta emoción en el alma, que le duró todo el día.

Seguía en la estufa de bidón el crepitar de la leña, el único sonido a aquella temprana hora, en una casa cada vez más ruinosa. Fue entonces cuando una enorme viga se desprendió del techo, decapitó a la muñeca de Payá Hermanos y reventó el cajón de madera que no había sido abierto desde la muerte de su esposa, tantos años atrás.

En la vieja y pequeña radio de Chinea, con la que él escuchaba cada noche las noticias de muertos, sonaba el Carol of de Drum, cantado por Diana Ross y José Carreras. Anselmo Chinea, que como se ha dicho era dueño de todas las enfermedades del mundo, incluidas el asma, el reuma y unos pólipos que le cantaban al amanecer, se fijó en el doble fondo de aquella especie de baúl partido en mil pedazos y observó que de una vieja carpeta comenzaban a  salir, enloquecidos, deslumbrados por la luz de la habitación, los hoy millonarios títulos al portador del First National Bank de Nueva York. Los agarró precipitadamente, antes de que toda la casa, incluidos los restos de la muñeca de Payá, empezara a arder por los cuatro costados y que se viera rodeado por mil sirenas de bomberos, que intentaban apagar lo irremediable.

Creyó nuestro personaje que aquel iba a ser su último día, pero no. Anselmo vive hoy en el lado rico del Central Park (los dos lados lo son), junto al hotel Pierre, con su perrita westin, O´Hara, que rescató de una etiqueta de Black and White.

Siguen los dolores de cabeza de diciembre, pero hay más ganas de vivir. De una pared de su amplio y coqueto salón, Mr. Chinea hizo colgar su título –falso— de abogado y su cédula diocesana de sacerdocio, igualmente falso, documentos que halló también en el cajón mágico que le entregó su esposa americana muerta.

Dicen que su nombre aparecerá en la próxima edición de la Relación de Canarios Famosos de la Emigración, de Juan peña Abiza, con este texto: “Ilustre letrado, nacido en Hermigua (La Gomera), Islas Canarias. Sacerdote en Colombia. Decano que fue del Colegio de Abogados de Venezuela. Ex embajador de Venezuela en Ecuador. Hoy, jubilado, reside en Manhattan (Nueva York)”.

Chinea sonríe, desde su dolor de cabeza, mientras O´Hara le lame su mano callosa, de manicura reciente, rehabilitados todos ellos por los títulos al portador.

Andrés Chaves
Andrés Chaves
Periodista por la EOP de la Universidad de La Laguna, licenciado y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ex presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, ex vicepresidente de la FAPE, fundador de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna y su primer profesor y profesor honorífico de la Complutense. Es miembro del Instituto de Estudios Canarios y de la National Geographic Society.

1 COMENTARIO

  1. Muy linda la historia y sobre todo muy bien contada. Felicidades D Andres, cuando no escribe de política le sale la vena lírico-creativa. Cultívela más por favor

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