En la costa de Añaza hace ya más de medio siglo que se erige una enorme estructura de hormigón que nunca llegó a ser hotel, pero que sí se ha convertido en símbolo de abandono urbanístico y de peligro para el vecindario.
Es el “mamotreto” de Añaza: 22 plantas, más de 40.000 metros cuadrados construidos y un proyecto turístico que se quedó congelado en los años setenta.
Lo que para muchos vecinos es un cascarón siniestro que hace poco se cobró la vida de una joven de 13 años, para los servicios jurídicos y urbanísticos del Ayuntamiento es un auténtico rompecabezas legal, ya que no basta con tener el dinero para demolerlo, primero hay que poder convertirse en su dueño.
Un proyecto que nunca se cerró bien
El edificio comenzó a levantarse en 1973 como un gran hotel de apartamentos de vacaciones, en pleno boom turístico. En aquella época se vendieron participaciones y apartamentos sobre plano a centenares de compradores, muchos de ellos extranjeros, especialmente alemanes, a través de sociedades promotoras que hoy ya ni existen o han cambiado de manos varias veces.
Cuando la obra se paralizó hacia 1975, nadie terminó de “ordenar” la situación registral: quedaron inscripciones dispersas, herencias sin tramitar, sociedades extinguidas y titulares que han fallecido o han perdido cualquier vínculo con el inmueble.
Todo ello resultó en una copropiedad atomizada en manos de cientos de personas repartidas por medio mundo, lo que hace extremadamente difícil localizar y notificar a todos.
Aunque la imagen del edificio sea la de un esqueleto abandonado, jurídicamente sigue siendo una propiedad privada y para que el Ayuntamiento pueda derribarlo sin vulnerar el derecho de propiedad, tiene que seguir un procedimiento garantista:
- Declarar el interés público de la actuación (seguridad, impacto paisajístico, renaturalización del entorno).
- Tramitar la expropiación, notificando a los propietarios o a sus herederos.
- Inscribir la finca a nombre del Ayuntamiento en el Registro de la Propiedad.
- Solo entonces licitar y ejecutar la demolición.
En el caso de Añaza, Urbanismo está recurriendo incluso al Consulado de Alemania para intentar cumplir las notificaciones con las debidas garantías a los propietarios de esa nacionalidad. Si el Registro de la Propiedad considera que las notificaciones no han sido válidas, no permitirá inscribir la expropiación, y sin esa inscripción no se puede actuar como dueño y tirar el edificio.
Por eso la propia concejala de Urbanismo ha dicho que es un procedimiento “único en España” por su complejidad formal: no se trata de un solo gran propietario al que expropiar, sino de una comunidad descomunal de copropietarios dispersos.
El dinero está, pero el tiempo corre
Mientras tanto, la parte económica está, por una vez, relativamente resuelta. El Gobierno de Canarias ha concedido una subvención directa de 2,5 millones de euros para la demolición y la renaturalización de la zona, y el Cabildo de Tenerife ha añadido 500.000 euros para afrontar la expropiación del suelo.
El Ayuntamiento dispone de un plazo de 36 meses para ejecutar la demolición una vez que complete la expropiación y apruebe definitivamente el proyecto de derribo y su licitación.
Entre tanto, el edificio sigue vallado desde hace años, con carteles que advierten del peligro de acceder, aunque eso no evita que sea un imán para el vandalismo.
El caso de Añaza muestra como la administración también puede estar atrapada por las garantías jurídicas que protegen a los propietarios, incluso cuando el resultado práctico es un peligro evidente para la ciudadanía.
Por eso, aunque todos los esfuerzos vayan enfocados a derribarlo de una vez por todas, no parece que sea algo que se vaya a lograr en un futuro próximo.





