La estructura institucional española vive un momento de tensión sin precedentes. Por primera vez en democracia, el fiscal general del Estado podría enfrentarse a juicio acusado de un delito que pone en entredicho la propia esencia de su función: la protección de la confidencialidad y la legalidad en el marco penal. Álvaro García Ortiz, junto a la fiscal jefe de Madrid, Pilar Rodríguez, ha sido señalado por el Tribunal Supremo como presunto responsable de filtrar información sensible vinculada a la pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.
Detrás del procedimiento judicial no solo hay un supuesto error profesional, sino una cadena de decisiones que revelan cómo el poder institucional puede entrar en colisión con intereses partidistas o mediáticos. El juez instructor, Ángel Hurtado, ha cerrado la fase de investigación y ha decidido transformar el proceso en procedimiento abreviado —paso previo a la apertura formal de juicio— por la presunta revelación de secretos. El motivo: la difusión a la prensa de correos electrónicos entre la defensa del empresario Alberto González Amador, pareja de Ayuso, y la Fiscalía de Delitos Económicos. En esos mensajes se reconocía la comisión de delitos fiscales, lo que puso en el foco mediático a una figura clave del entorno de la presidenta autonómica.
Lo más inquietante del caso no es la revelación en sí, sino el contexto en el que se produjo. Según el auto judicial, la actuación del fiscal general no fue casual ni aislada. A raíz de una publicación en el diario El Mundo, que apuntaba a una oferta de pacto por parte de la Fiscalía al empresario, García Ortiz habría activado una reacción interna basada en intercambios frenéticos de mensajes para defender la versión oficial. El objetivo: «ganar el relato». Es decir, evitar que la opinión pública creyera que la Fiscalía actuaba como parte negociadora con un imputado de relevancia política.
La implicación de la fiscal jefe de Madrid añade una capa más al escándalo. Fue ella quien, por orden directa del fiscal general, solicitó en plena noche los correos privados que terminarían siendo filtrados. El uso de información protegida, que debería estar blindada por el principio de confidencialidad entre defensa y acusación, se convirtió en una herramienta para marcar posición en el tablero mediático.
Desde octubre de 2024, cuando el Tribunal Supremo asumió la causa a propuesta del TSJ de Madrid, la investigación ha contado con el apoyo de la UCO de la Guardia Civil, cuyos informes han servido de base para las sospechas del instructor. Aunque aún se está en una fase procesal preliminar, el trasfondo del caso plantea una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto están los órganos de justicia y sus responsables inmunes a las presiones políticas o mediáticas?
El Estado de derecho se basa, entre otras cosas, en que quienes lo representan respeten sus límites. La Fiscalía, cuya misión es garantizar la legalidad, no puede permitirse maniobras que, bajo la excusa de aclarar una narrativa pública, vulneren los derechos de las partes implicadas. Convertir la protección institucional en un campo de batalla política es una señal preocupante de erosión democrática.
Ahora, la pelota está en el tejado de la propia Fiscalía, que deberá decidir en los próximos diez días si apoya la apertura de juicio oral o solicita el archivo de la causa. En cualquier caso, el daño ya está hecho: la credibilidad de una de las instituciones más delicadas del sistema ha quedado gravemente comprometida. Y aunque la justicia aún debe pronunciarse, el juicio público ya ha comenzado.