Hace mucho tiempo, érase una vez un pueblito, cuyo nombre no quiero revelar, en el que se anunció el final del mundo. Paradójicamente, en vez de acudir al camposanto, todos sus habitantes se dirigieron a la plaza del pueblo. El panorama no era muy alentador. La vida estaba llegando a su ocaso y no quedaba tiempo. La mayor parte de los vecinos lloraba a moco tendido.
No obstante, algún morador de la aldea intentaba sobrellevar lo del fin del mundo a su manera. De hecho, había una minoría impertérrita. Por su comportamiento peculiar, ante un suceso de tal magnitud, vamos a destacar del vecindario a las siguientes personas: el sepulturero, el alcalde, don Capirote Maravilla y una parejita de enamorados.
Respecto al sepulturero, se encontraba doblemente frustrado ya que, una vez que se produjera el fin del mundo, ni él ni nadie podrían prestar el servicio de enterramiento. De todas maneras, el sepulturero se acordó de Luis Buñuel y de sus reflexiones para intentar comprender todo lo que se le venía encima. Luis Buñuel fue uno de los precursores del surrealismo. Gracias al fin del mundo, el sepulturero llegó a la conclusión de que había dejado de ser enterrador y panteonero, sin necesidad de cubrirse de nada.
En cuanto al alcalde, situado muy cerca del sepulturero, debemos hacer primeramente una aclaración o un inciso. Este oficio más que una ventaja era una carga para el que lo desempeñaba. En tiempos pretéritos, al que se portaba mal, le tocaba gestionar y estar pendiente de los temas comunitarios. El fin del mundo era una manera anticipada de librarse de los menesteres que afectaban al conjunto de los vecinos. De todas maneras, el alcalde tenía claro que no hay mal que cien años dure.
Y llegamos a don Capirote Maravilla. Su nombre verdadero era otro. Raro es el pueblo en el que sus vecinos no son conocidos por nombretes o sobrenombres. Hay que reconocer que algunos apodos son muy ingeniosos a la hora de describir a una persona. Don Capirote Maravilla tenía un sentido crematístico y económico de la vida. El anzuelo que solía emplear para sus negocios consistía en invitarte a almorzar. Nunca dejaba que le invitaran. De esta manera, el ingenuo aldeano le tenía que mostrar su gratitud de otra manera. En ese contexto, don Capirote Maravilla planteaba a sus vecinos negocios en los que él finalmente siempre salía ganando.
Con las transacciones que proponía don Capirote Maravilla, muchos sentían que podían volar como un pajarito. Don Capirote Maravilla era capaz de reconvertir a un humano es un ser ingrávido, pero sólo en el plano de la imaginación. Con el transcurso del tiempo, don Capirote Maravilla se había ganado la enemistad de sus paisanos. En el momento de la reunión en la plaza, quiso don Capirote Maravilla proponer una solución para evitar que el mundo llegara a su fin. Pero nadie le escuchó. En ese momento, don Capirote Maravilla sintió algo que nunca había experimentado en su vida: la soledad y la desdicha.
Quedaba muy poco tiempo. La llegada del fin del mundo era inminente. Entonces, un aldeano no podía evitar acordarse de la mujer de la que estaba enamorado. Aunque en un principio no localizaba a su anhelado amor en la plaza, entre los sollozos pudo vislumbrar a una bella mujer de pelo azabache. Allí estaba. Era inconfundible. Era ella. Sin esperar más tiempo, él se armó de valor y se declaró. Aunque ella se quedó un tanto desconcertada, no le quedó más remedio que claudicar. Confirmado: ambos se tenían tilín.
Súbitamente, el maestro de la escuela dijo: “Fin de la función”. Con anterioridad, me había olvidado de decir que “El fin del mundo” era una recreación teatral que había protagonizado un conjunto de alumnos de una escuela. Uno de los pupilos le manifestó a su profesor que de tanto ensayar había tenido pesadillas. El maestro le respondió que la mejor manera de sobrellevar el final del mundo era despertándose.
Hoy en día vivimos en una sociedad tan convulcionada que nos agobia y nos quiere robar la paz. Estar atentos y vivir la vida de manera consciente es nuestro llamado a un nuevo despertar.