El Consejo General del Poder Judicial ha publicado su repositorio anual sobre delitos de corrupción y, como siempre, los números nos hablan, aunque no necesariamente nos dicen lo que creemos y sentimos de la gestión política de nuestros fondos colaborativos y de sus guardianes.
Según el informe, en 2024, 108 personas físicas formaron parte de procedimientos de corrupción, en su calidad de investigados, acusados, etcétera. Un descenso de 77 respecto a 2023. ¿Se han vuelto más honestos nuestros próceres? ¿Ha calado por fin la ética republicana entre nuestros cargos públicos? No exactamente. Más bien parece que la corrupción se cuida, se pule, se disfraza mejor. Ya no la llevan como antes: ahora se subcontrata, se externaliza, se camufla en forma de contrato menor que es el nuevo chocolate del loro –esta frase la usa mucho mi amigo Diego–, horrible. Y sobre los contratos menores trabajan ahora los equipos de investigación. Mira que hay contratos menores para cuñaos, amiguetes, primos, ex, amiguetes de listas que no encontraron sitio en un carguito pero sí en una empresita nueva a la que le llegan todos los contratos menores. Esten atentos a esto. La nueva vía, es como los narcos, el delito siempre va por delante, siempre se encuentran formas para delinquir.
Eso sí, se dictaron 51 sentencias, 38 más que el año anterior. Y 30 de ellas fueron condenatorias. La justicia, a veces, también se aburre y necesita demostrar que sigue viva, aunque solo sea un rato y con los de siempre. Porque no es lo mismo procesar al concejal de Urbanismo de un pueblo de Albacete que a un exministro con puerta giratoria en el BOE. Para esto cojan ustedes cualquier ejemplo, que hay muchos.
¿Y dónde se cuece el caldo de cultivo de la corrupción patria? Según los datos, Andalucía se lleva la palma, con 70 personas acusadas y 12 procedimientos finalizados. Le siguen la Comunidad Valenciana y Cataluña, como si compitieran por un podio al que nadie debería querer subir. Canarias, esta vez, solo aporta un procedimiento y tres acusados. Modestia presupuestaria, quizás. No sé, no los aprecio tan cándidos, más bien que aquí se investiga menos, pero ya se está haciendo con mayor frecuencia, quizá porque el hecho de esta superpoblación que se está padeciendo en Canarias tiene también esta consecuencia: al haber más gente, ésta empieza a investigar. Y el que busca, encuentra. Y las nuevas generaciones son muy listas, muy preparadas y están hartas de tanto chulo con escaño y sin libro.
Lo interesante o, mejor dicho, lo escandalosamente sutil, es que en estos procesos por corrupción también aparecen 38 personas jurídicas. Sí, empresas. Porque ya no se delinque a título individual, ahora se delinque en sociedad, con sello, logo y departamento de comunicación. Si Kafka levantara la cabeza, pediría plaza en la Audiencia Nacional. Se lo pasaría Kafka como a él le gusta, aunque sin resultado. Siempre estaría el Tribunal Constitucional para tumbar lo que la justicia dicta cuando tocan a los de Sánchez.
Y el repertorio de delitos sigue siendo digno de una serie de Netflix: prevaricación urbanística, cohecho, tráfico de influencias, malversación, violación de secretos. Lo de siempre. La misma partitura, distintos intérpretes. Algunos más torpes, otros con máster en “ética líquida”.
En resumen, menos en corrupción, más sentencias y la misma sensación de déjà vu. Cambian los nombres, las siglas y los titulares, pero el fondo del asunto sigue inalterado: la corrupción no se va, simplemente muta. Y nosotros, ciudadanos expectantes, asistimos a este teatro sabiendo que en la última fila siempre hay alguien que se está forrando a nuestra costa, mientras el telón cae.
Y como escribo los lunes, pero para toda la semana, tienes toda la semana para leerlo o puedes verlo también en el canal de Youtube, así que sigo opinando, esta vez nuevamente del ataque de la vicepresidenta del Gobierno a la presunción de inocencia. Es un suma y sigue, el despropósito fue mayúsculo y aunque ha pedido disculpas con la boca pequeña lo ha hecho mal; hasta para eso hay que saber, ministra. Lo cierto es que antes de las disculpas fue el Consejo General del Poder Judicial el que salió la semana pasada a defender a los jueces del caso Alves. Lo hizo con una declaración institucional de esas que no hacen mucho ruido, pero que vienen a recordar una obviedad que, por lo visto, hay que repetir como si fuéramos imbéciles, que es como nos tratan: la presunción de inocencia sigue siendo un derecho fundamental. Muy a pesar de muchos fiscales. Sí, incluso cuando el acusado es rico, famoso, chulo, prepotente, hermanísimo, esposísima o futbolista.
La declaración del CGPJ, aprobada por unanimidad (rarísimo ejemplo de consenso en este Reino), responde con elegancia institucional a las palabras de la vicepresidenta primera, que calificó de “vergüenza” la sentencia absolutoria por el recurso en el caso Dani Alves. Y, no contenta con el calificativo, se vino arriba y añadió que “se pone por delante la presunción de inocencia al testimonio de mujeres jóvenes, valientes, que denuncian a los poderosos”. Declaraciones que, más que institucionales, parecían sacadas de una tertulia de un reality show con los encefalogramas planos y moderado por esa que llaman la Princesa del Pueblo.
Aquí conviene parar un momento. Porque cuando un poder del Estado arremete contra otro —aunque sea en nombre de nobles causas— la que se resiente no es la víctima, ni el acusado, ni siquiera la opinión pública en Twitter. La que se resiente es la arquitectura del Estado de Derecho, esa que costó tanto construir y que ahora nos arrebatan a base de eslóganes, carguitos, paguitas y calentones ideológicos, babeándose cuando los pelotas de su partido les aplauden y asienten con la cabeza, como los perritos de plástico colocados en la bandeja de los coches de los 70.
El CGPJ, con la sobriedad de un notario en “hora valle”, ha recordado que apoyar a las víctimas no es incompatible con respetar los derechos del condenado. Que discrepar de una sentencia es legítimo, pero que hacerlo desde un atril institucional y con tono de linchamiento es peligroso. Y que los recursos existen —no por capricho— sino para corregir errores, no para aplaudir veredictos que nos gusten o para crucificar los que no.
El CGPJ ha recordado que las instituciones están para proteger derechos, incluso cuando esos derechos nos incomodan. Y si eso nos parece una “vergüenza”, quizá el problema no esté en la toga sino en el pensamiento ideológico con el que miran la justicia.
Así que Montero ha pedido disculpas —por la forma, no por el fondo—; es decir que lo que dijo está bien dicho, pero no cómo lo dijo. Y, como quien no quiere la cosa, ha aprovechado para reprochar a las asociaciones judiciales su “contundencia asimétrica”. Mucho brío para criticarla a ella, poco para hacerlo cuando otros, como el Partido Popular, cargan contra el Tribunal Constitucional. Pero es que esta señora no se entera. Que sí, que opinar y criticar está muy bien, ministra, pero lo que usted hizo fue anteponer un derecho fundamental frente a una declaración de una víctima. Es decir, hizo ver que lo que diga la víctima va a misa y que lo demás importa un pepino. De eso va la cosa, ministra.
El argumento tiene trampa. Porque no se trata de quién critica más fuerte, sino de si quienes ostentan el poder respetan las reglas del juego. Si un miembro del Gobierno cuestiona principios fundamentales del sistema —como la presunción de inocencia— no puede escudarse en que “otros también lo hacen”.
Montero habla de víctimas, de credibilidad, de retrocesos sociales, pero lo hace desde el púlpito institucional, no desde una tribuna activista. Y ahí la palabra pesa más. No se puede elogiar la neutralidad judicial y, en la misma frase, lanzar sospechas sobre determinados jueces. Es decir, los jueces son profesionales impecables, excepto cuando no están de acuerdo con los de Sánchez. Lo que se llama un elogio con navaja en la mano.
Esto no es matizar: es sembrar. ¿y qué estas sembrando, ministra? Y qué decir de su colega Pilar Alegría, cuando nos dice que someterse a las reglas es perder el tiempo. ¿Qué nos espera, Sánchez? Pues que hasta la comunidad china empieza a abandonar este país.
Y, como colofón, la ministra acusa al Partido Popular de utilizar la Justicia como instrumento político. Puede que ahí tenga razón. Pero lo curioso es que lo diga justo después de haber hecho exactamente eso: usar un caso judicial mediático para emitir un juicio político. O lo que es lo mismo, envolver la ideología en un papel con membrete institucional.
En consecuencia, como culminaría Marchena, se puede y se debe opinar, eso es una cosa; y otra es anteponer un principio “erga omnes” como es la presunción de inocencia a la declaración de la víctima, pues en ese caso Errejón y Monedero, por nombrar solo a algunos, lo tienen crudo.
En suma, y termino, los jueces piden respeto a la independencia judicial, y yo también. Y los políticos reclaman libertad de expresión, y yo también.