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Cajasiete
martes, 2 diciembre,2025

Cómo se desdibujan los valores isleños, por el progreso.

Hay un “progreso” —si es que aún podemos llamarlo así sin que a uno le entre cierto sonrojo— que me ha ido separando de mi tierra. No hablo de un exilio físico, sino de esa distancia íntima, silenciosa, que crece cuando el lugar donde naciste empieza a parecer otro. Tenerife ya no es la que yo conocí. Y La Laguna, mi ciudad, se me escapa entre los dedos como si hubiese decidido independizarse de mí.

Digo esto mientras recuerdo el encendido de luces de estos días. Un acto precioso, luminoso, casi litúrgico. Y aún así, ni me planteé ir. No por falta de ganas, sino por exceso de gente. Las calles, saturadas. Los coches, atrapados en una especie de serpiente infinita que no avanza. ¿Aparcar lejos y caminar kilómetros como si fuéramos peregrinos del consumo? El transporte público, igual que un lunes de Carnaval: lleno hasta la última esquina.

La Noche en Blanco ya es otro nivel. Lo de “noche en blanco” no es solo un nombre; es una profecía. La ciudad, tomada. Uno no entra: se disuelve. Y sin embargo, lo comprendo. Los comerciantes aprovechan —faltaría más—. Lo raro sería lo contrario. Aunque, si somos sinceros, cada vez quedan menos de “los de siempre”: los que levantaban la persiana con las manos y no con un algoritmo. En su lugar, cadenas, franquicias, marcas de fuera que llegan como barcos conquistadores que ocupan los mejores puertos.

Me pasa lo mismo cuando voy a Las Mercedes, o Anaga, o La Esperanza, o El Teide… lugares que fueron templos de silencio y hoy parecen pasillos de un centro comercial en rebajas. A veces tengo la sensación —y ojalá me equivoque— de que nunca volveré a disfrutar de la tranquilidad que esos sitios me regalaron. Y ustedes tampoco. Porque el murmullo constante ha sustituido al viento…y la fila de senderistas, al camino solitario.

Mientras tanto, los centros comerciales rebosan como si regalaran felicidad en cajas precintadas. Y las tiendas de proximidad, esas que huelen a familia, a historia y a conversación, esperando que alguien recuerde que existen. Que alguien cruce el umbral.

Internet y las redes sociales, esos nuevos dioses que te suben a un pedestal o te dan una patada que te deja coleando para siempre, hacen de timbre de llamada. En Tenerife éramos apenas 700.000 habitantes en el año 2000. Ahora, rozamos el millón. Y súmele usted 11 millones de turistas al año. Once millones. Es normal: ¿quién no va a enamorarse de esta isla que parece pintada a mano?

Pero siempre digo lo mismo: quien viene y no sale del sur, no conoce Tenerife. Porque el sur es un decorado, un teatro amable, diseñado para que el turista se sienta en casa sin estarlo realmente. Nada que ver con el alma de la isla, con esa identidad que no se vende en packs de hotel con desayuno buffet.

Y, sin embargo, empiezo a notar que La Laguna comienza a parecerse un poco a ese decorado. Se está convirtiendo —aunque me cueste decirlo— en una ciudad que ya no reconozco del todo. Lo que antes era “mi La Laguna” empieza a parecer más “de ellos”. No sé si me explico. No es un reproche, es la constatación de que un lugar también puede emigrar.

Por supuesto, no quiero volver a una ciudad silenciosa, invisible, sin futuro. Faltaría más. Lo que me gustaría —y creo que a muchos también— es que hubiera un poco de equilibrio. El equilibrio, esa cualidad válida para todo. Entre el turismo y la vida local. Entre el progreso y la memoria. Entre la multitud y el respiro que necesitamos para reconocernos.

Y, para ser justos, debo decirlo: reconozco el gran trabajo del Ayuntamiento de La Laguna, que apuesta, sin titubeos, por la cultura, el arte y la historia de la ciudad. Ese esfuerzo merece un aplauso, aunque la multitud a veces haga que nos olvidemos de mirarlo.

Pero escuche bien: nada de eso mermará mi amor por Canarias, por Tenerife, por La Laguna. Ninguna masa de gente —por muy numerosa, ruidosa o entusiasta que sea— podrá borrar el vínculo que tengo con esta tierra.

Solo que echo de menos algo que no sé si volverá: los olores, la luz, el latido, el sentimiento que transmitía. Esa Tenerife íntima, silenciosa, que cabía en un suspiro. La que ahora, entre tanta multitud, parece haberse vuelto tímida.

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