En esta semana que pasa he oído que un médico de la capital del Reino colgó la bata blanca y se vio obligado a explicar por qué dejan de ser médicos y se marchan y llegan otros a ocupar sus puestos, médicos que son de muy lejos y hasta te preguntan cuándo te atienden: “ si te funciona la colita”… Claro, en su país la colita es otra cosa y tu incrédulo no sabes qué responderle. Eso y otros errores de médicos que te atienden sin tener ni idea del país en el que están, su idioma y sus gentes. Aquí ya no hay crisis sanitaria, lo que ocurre es más grave. La población crece, los servicios no, solo crece la Administración y eso no cura ni sana. Lo llamativo no es que un médico de Madrid haya decidido colgar la bata, sino que haya tardado tanto. Lo escandaloso no es que su consulta fuese insostenible, sino que alguien crea que este sistema pueda sostenerse. Y tampoco la huida a la sanidad privada te arregla nada, ya se han contagiado de la pública y lo mejor que te dicen es que pagues y te olvides de seguros privados. Otras, las aseguradoras privadas, que te toman el pelo, haciéndote ver que funcionan. No, no lo hacen. Créanme. Y si no, no lo hagan. Creedme, digo.
El doctor que ha colgado la bata no se ha marchado. Ha huido. Como lo están haciendo los youtubers que expresan su opinión en sus canales. Y comienzan a ser perseguidos por el sistema. Son los nuevos exiliados del sanchismo. Cada vez más. Como con Franco. El doctor huido, ha escrito una especie de carta de amor desesperada a una profesión que, como tantas otras en España, se ha convertido en una trinchera. Uno ya no va al centro de salud a ejercer la medicina, sino a sobrevivirla. Eso es extensible también a mi profesión, seguimos resistiendo. Ejercemos cuando sus señorías nos dejan y ya hay compañeros que también han colgado la toga. Hoy hay señorías noveles que administran justicia y dictan sentencias pensando que “Carpe Diem” es una frase de la película “Los Poetas Muertos”.
Y, mientras tanto, desde los despachos con vistas y catálogos, se nos predica que la sanidad, la justicia y la educación son intocables. Lo son, sí. Tan intocables que ni las tocan. Ni las refuerzan. Ni las escuchan. Ni las entienden. Solo las tunean y las maquillan con discursos estériles. Es como ese jarrón chino al que nadie se atreve a acercarse, por si lo tocan y se rompe, pero es que ya está roto cayéndose a pedazos.
Este médico madrileño decidió quitarse la bata —símbolo de profesionalidad, de respeto, de confianza— porque, en sus propias palabras, se sentía un “fantoche”. No por falta de vocación, sino porque el escenario ya no admite más representaciones. Porque cuando uno atiende a más de 90 pacientes en 5 horas, el teatro de la medicina se convierte en un circo, pero sin red. Y los malabaristas también se rompen. Los que levantan pesas no pueden con todo el peso, por muy fuertes que aparenten ser.
En su turno de tarde quedaban tres médicos. A veces, uno. O ninguno. Treinta mil personas colgadas del hilo de una llamada que no llega, de una cita que no se da, de una enfermedad que no espera. Y, a pesar de todo, algunos siguen creyendo que el problema son los médicos que “se quejan”. Es posible que todos tengan algo que ver, los médicos, los que conducen las ambulancias, los que fuman, los que están liberados por el sindicato, las bajas, etcétera. ¡Vale!, sí. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?
La paradoja es profundamente dolorosa: cuelga la bata para cuidar. Me recuerda a la frase que lancé el día que yo deje la política: “Dejo la política para hacer política”. Porque desprenderse, a veces, también es una forma de hacer.
Hemos llegado al momento de sentir que la vocación no basta y te va dando aldabonazos la conciencia. Y, claro, los políticos. Ah, los políticos. Los mismos que te prometen una sanidad y una justicia del siglo XXI con plantillas del siglo XX y presupuestos del siglo XIX. Esos que no pisan un centro de salud salvo que haya cámaras. Que te hablan de “planificación estratégica” mientras los turnos de tarde desaparecen como si fueran leyendas urbanas. Que inauguran hospitales sin médicos dentro, como quien construye aviones sin pilotos. Y eso cuando los inauguran. Porque, en el fondo, les da absolutamente igual. Porque todo suena precioso en power point y tristes en las salas de espera, donde no ha aparecido nunca ni un político y donde echan a los periodistas para que no se entere la gente de lo que pasa.
Asi se va colgando la bata, la toga y la esperanza. Y comienzan los primeros exodos dejando atrás un país que era una maravilla o unas islas que eran afortunadas. Donde no se puede emprender sino tienes un amiguete político que te subvencione, con ese crédito que ha conseguido la administración por tus esfuerzos contributivos y que ellos reparten según seas. Hay que seguir creyendo, como lo hacen los cristianos en esta Semana que es Santa. Yo también quiero creer. Pero me temo que, antes de que ese milagro ocurra, otros muchos habrán colgado no solo la bata, sino el alma. La esperanza, espero que no se cuelgue nunca.
Porque esto ya no va de sueldos ni de agendas imposibles. Va de sentido común. De un sistema sanitario – por mencionar alguno- que agoniza mientras se imprime propaganda a todo color. De profesionales agotados a los que se les exige heroísmo diario y silencio perpetuo. Y de pacientes, claro. Siempre los pacientes. Esperando. Siempre esperando.