
Conocí a Mario Vargas Llosa en el hotel de Jesús de Polanco, el Jardín Tropical, en San Eugenio, durante una tertulia, en la que tuvo intervenciones muy interesantes con Juan-Manuel García Ramos. Le entregaron entonces el premio Son Latinos, que crearon Martín y Carmelo Rivero. Aquel fue un diálogo de altura entre un catedrático y escritor, gran conocedor del boom, y el que ayer dejó de ser el último representante vivo de ese boom. Luego estuvo en mi casa de La Laguna, hablando de su padre, Álvaro, el hijo escritor del genio, que cenó con Juan-Manuel y conmigo y después fuimos a tomar copas a mi casa de Marcos Redondo, el palacete modernista de los Oramas que yo tuve alquilado durante ocho años, cuando atábamos los perros con longaniza. Vargas Llosa consiguió todos los premios: el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Cervantes y el Nobel.

Fue académico de la Española y de la Academia Francesa. Su discurso de ingreso en la Española es una pieza maestra sobre Azorín. A los dos nos une la pasión por el escritor de Monóvar. Juan Carlos I lo hizo marqués de Vargas Llosa antes de que la Preysler lo engullera con sus gracias y lo obligara probablemente a esfuerzos sobrehumanos.

Los amores tardíos desgastan mucho, pero se pudo zafar de ella y terminar la vida con su familia, con Patricia, con Gonzalo, con Álvaro y con Morgana, que ejerció como fotógrafa un tiempo y yo creo que sigue, con éxito. También he leído una carta muy emotiva de su nieta Josefina, hija de Gonzalo, dedicada al abuelo que quiso tanto. Con él desaparece físicamente el boom, pero queda un legado de la leche, una ristra de genios muertos que la historia de la literatura conservará en los anaqueles para siempre. Al final, muere el hombre pero la obra no y a mí siempre me quedará de Vargas “Conversación en la catedral”, “La tía Julia y el escribidor”, “La fiesta del Chivo” y hasta aquellas cinco esquinas de Lima –que yo siempre creí que eran cuatro—, en el barrio limeño que él retrató con su pluma, magistralmente. Descubrió quién mató a Palomino Molero en otra de sus novelas de éxito. Amó a estas islas, que visitó con alguna frecuencia, y se enfrentó en Perú al dictador Fujimori, que no sabía hablar español, pero le ganó las elecciones a Vargas, que dominaba el castellano. Está claro que la literatura y la política se dan de bruces. No casan. Vargas era un pichabrava de amores sonados. Incluso se ligó a una mujer despampanante cuando viajaba con su familia en un barco, rumbo a América, y la paseó después por medio mundo. Patricia Llosa, su prima y esposa, se lo perdonó todo. Incluso ese amor efímero, que acabó más o menos en un caos.

Su idilio con la Preysler conmocionó al mundo del corazón, aunque yo creo que fue más una curiosidad de Vargas con la ex de Julio Iglesias, de Boyer, de aquel bondadoso y educado marqués de Griñón, grande de España, y de unos cuantos más, por lo que dicen. Debe ser un tiburón, desde luego un tiburón hembra, la filipina. A Vargas ese amor lo dejó tocado, no en lo sentimental sino en lo físico. Había trasladado su biblioteca a Lima y en Lima se fue a morir, a los 89 años, muy cansado, pero junto a los suyos, con los que ya llevaba varios años. Amigo del rey Juan Carlos (“todo lo amigo que se puede ser de un rey”, decía), el emérito le tenía mucho afecto y ya dije que lo nombró marqués, un título que apenas usó. Lo más relevante de Vargas últimamente fue su ingreso en la Academia Francesa, lo que le convirtió en “inmortal”, a pesar de que nunca escribió su obra en francés. Vivió mucho en París, una ciudad que le cautivó, en Barcelona, en Madrid y en Londres porque yo creo que su vocación era muy inglesa. Fue un seductor y un enorme escritor, que vendió lo que no está en los escritos, ganó mucho dinero, se lució como articulista y como analista, batalló infructuosamente como político, aunque incomprensiblemente perdiera unas legislativas contra Fujimori, que era un fraude japonés en sí mismo. Polémico y liberal, manejaba sabiamente las palabras y las trasladó al mundo con maestría casi sobrenatural en todos sus libros. En realidad, no morirá nunca, a pesar de haber muerto ayer.