Mientras el foco mediático alterna entre guerras de bloques políticos y pugnas internas, un fenómeno persiste con creciente frecuencia: la presencia de altos cargos de la Administración pública ante los tribunales. Lejos de casos aislados o excepcionales, en los últimos meses se ha instalado una dinámica que empieza a parecer estructural. En total, 47 responsables públicos han sido llamados a declarar por procedimientos judiciales que orbitan en torno al círculo más cercano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
El patrón común no es menor: cuatro causas abiertas, todas ellas relacionadas directa o indirectamente con figuras clave del PSOE o del Ejecutivo. De esas 47 personas, 21 lo han hecho en calidad de imputados. El resto, testigos con algún tipo de vínculo relevante con los hechos investigados. ¿Se trata de una persecución orquestada? ¿De una descomposición del poder institucional? ¿O de un síntoma de la falta de controles internos en la política pública?
El caso más amplio en términos de citaciones es el conocido como “caso Koldo”, que ha salpicado al exministro José Luis Ábalos y a varios de sus colaboradores cercanos. Entre las imputaciones figuran delitos como cohecho, malversación y tráfico de influencias, lo que configura un retrato sombrío del funcionamiento interno de determinados ministerios durante la pandemia. Aunque muchos de los implicados han sido apartados por el actual titular de Transportes, Óscar Puente, la sombra de la negligencia en la gestión pública planea sobre el conjunto del gabinete.
En paralelo, la causa abierta contra Begoña Gómez, esposa del presidente, ha despertado una enorme sensibilidad pública por las implicaciones que tiene sobre la frontera entre lo privado y lo institucional. La investigación ha obligado a declarar a funcionarios de La Moncloa, cargos de la Universidad Complutense e incluso al propio Sánchez, en un escenario sin precedentes para un jefe del Ejecutivo en democracia.
Otro frente, menos mediático, pero jurídicamente delicado, es el que afecta al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, cuyo procesamiento ha provocado un verdadero terremoto dentro de la arquitectura del sistema judicial. La implicación de altos cargos del Ministerio Fiscal en una investigación sobre revelación de secretos siembra dudas sobre la independencia del Ministerio Público.
Y por último, la causa más reciente: la que afecta al hermano del presidente, David Sánchez, bajo acusaciones de una gravedad llamativa que incluyen malversación y delitos contra la Hacienda Pública. Varios responsables políticos extremeños han sido arrastrados al juzgado, lo que ha convertido a la Diputación de Badajoz en epicentro de una investigación con claras derivadas políticas.
Lo preocupante no es solo el número de implicados, sino la sensación de impunidad institucional que este panorama podría estar proyectando. Porque, más allá del curso legal de los procedimientos —que deben respetar el principio de presunción de inocencia—, la acumulación de escándalos alimenta una erosión de la credibilidad pública.
El “caso Koldo” ya ha derivado incluso en una comisión de investigación en el Senado, adonde han acudido varios ministros a dar explicaciones. Pero mientras el debate parlamentario se convierte en un combate de declaraciones, lo esencial parece olvidarse: ¿quién vigila a quienes reparten los contratos públicos? ¿Cómo se refuerzan los controles internos? ¿Y hasta qué punto es sostenible una política pública que reacciona solo cuando el escándalo estalla?
La política española, una vez más, camina por la fina línea que separa el ejercicio del poder de su abuso. Y los ciudadanos, testigos forzosos, siguen esperando respuestas que vayan más allá del argumentario de partido.





