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viernes, octubre 11, 2024

1906, aquel año tan mágico de la visita real

Cierto día de 2003 me llama mi amiga Gloria Salgado, funcionaria que fue de Turismo del Cabildo de Tenerife, y me dice que un señor alemán, en una feria turística de Berlín, le había regalado un álbum con las gráficas que tomó su padre durante el viaje que la familia realizó a la isla tinerfeña en 1906. Y le entregaba aquel legado, acompañado de una carta en la que le hablaba de esta historia.

Portada del libro Tenerife, 1906.

Gloria se paseó con el álbum de despacho oficial en despacho oficial, pero a nadie pareció importarle la existencia de un documento gráfico tan interesante. Guardó la carta en el archivo del Cabildo, que se llevó la riada el 30 de marzo de 2002, y metió el libro de fotos en un cajón de su casa, hasta que un día se acordó de mí y me permitió verlo.

Y fue entonces cuando yo me enamoré del viaje de esta familia a la isla, que coincidió con la única visita que realizó don Alfonso XIII a Canarias, en marzo de 1906. Acompañaba al rey, como ministro de Jornada –entre otros miembros de su Gabinete— el conde de Romanones, que por mal tiempo en El Hierro tuvo que desembarcar a la pela del alcalde de Valverde. Por tan meritorio hecho, el Gobierno le concedió a Romanones la Gran Cruz del Mérito Naval, en vez de al pobre edil, que fue quien se mojó y quien tuvo que soportar sobre sus hombros el peso del ilustre cojo y los embates del mar embravecido.

Ha sido la profesora María Elsa Melián González, en su libro Alfonso XIII en Canarias, quien mejor testimonio deja de esta visita real y las peripecias sufridas por el monarca y su séquito durante su estancia en las islas. Romanones era cojo, como digo, y algún coñón le dedicó estos versos: “¿Quién en política da más tropezones? ¡Romanones! Parece que se cae, pero no se cae, porque lleva plomo en los talones”.

Romanones era un liberal, que mantenía alojadas a sus queridas en el palacete de Juan Bravo, en Madrid, hoy sede de la Asociación de la Prensa de la capital de España, a la que pertenezco. En sus memorias, el conde hace alusión a esta visita real; y posteriormente a ella publicó un memorándum que me fotocopió mi amigo Alfonso Soriano y que he traspapelado. Se lo tengo que pedir de nuevo.

El viaje fue de lo más curioso y accidentado: temporal que hizo soltar amarras al barco del rey en el Puerto de la Luz, en pleno cóctel; temporal que impidió que el monarca desembarcara en El Hierro; pelea a puñetazos en el Guimerá entre liberales y conservadores, sin la presencia del rey, que sale pitando del local antes de que los notables de la isla llegaran a las manos; entrega de una camella de regalo en Fuerteventura, cuya suerte se desconoce en Madrid; ir y venir de palomas mensajeras anunciando la arribada a las islas del barco del monarca, ya que se había averiado el telégrafo. Tantas y tantas peripecias.

Acompañaron a don Alfonso XIII numerosos personajes de la época, como su hermana María Teresa y su esposo, don Fernando de Baviera. Y un joven abogado, Niceto Alcalá Zamora, curiosamente el primer presidente de la II República Española cuando el rey decidió abandonar España. Alcalá Zamora tenía, en 1906, 28 años, y era ya letrado del Consejo de Estado. Dice el fallecido cronista Juan del Castillo que ese viaje a las islas alentó su anti monarquismo. Puede ser.

Acompañaba también al monarca el dentista real, don Florestán Aguilar, maestro de la odontología española, presidente que fue, años más tarde, de la Federación Dental Internacional. Años después, el 14 de abril de 1931, fue don Florestán quien salió hacia el exilio con su amigo el rey. Había sido el encargado, por consejo del propio Romanones, de pedirle al  monarca que se marchara de España, tras la exigencia del propio Alcalá Zamora y de sus correligionarios republicanos. Si el rey hubiera salido a la calle en Madrid, con sus alabarderos, no hubiera habido república. Pero este es otro cantar.

Curiosamente, muchos años más tarde, un odontólogo tinerfeño, Ruperto González Giralda, ya fallecido, ocupó el cargo de presidente de la Federación Dental Internacional, de mucho prestigio entre los profesionales del ramo.

Ajeno a todo este trajín que aún no se había producido, claro, el turista alemán cuyo nombre borraría una trágica riada ocurrida 96 años después, recorre Tenerife con su familia, en 1906, mientras el rey desembarcaba en Santa Cruz. Sube al Teide, toma unas fotos de la desnudez de Las Cañadas, capta con su cámara de cajón, moderna entonces, la vestimenta de los niños descalzos que acompañan a los visitantes a cambio de unas monedas. En resumen, la belleza y la miseria de una isla.

Con el viejo álbum delante y mi afición por reseñar con documentos gráficos los sucesos sobresalientes, tan escasos, que ocurrieron en Canarias a principios del siglo XX, pedí a Gloria Salgado que me cediera aquellas fotos para su publicación. Y entonces nació, fue editado y está agotado el libro Tenerife, 1906.

Me ocurrió también algo curioso, relacionado con viejas fotos de las islas, durante una estancia en Londres. En Burlington Arcade, una galería comercial de lujo de Picadilly, observé en un escaparate una colección de gráficas de Canarias realmente bella, adornando un escaparate. Le pedí al dueño de la tienda que me la vendiera, pero me respondió que para él no tenía precio porque pertenecía a su familia: turistas británicos que a finales del XIX acompañaron en su viaje a las islas a la escritora Olivia Stone. La periodista inglesa fue la mejor cronista de viajes de su época y escribió una obra excelente, Tenerife y sus seis satélites, reeditada en español, en dos tomos, por el Cabildo de Gran Canaria.

Con Olivia Stone, en 1883, vino su esposo, John Harris Stone, fotógrafo, que captó interesantes imágenes de las islas, muy parecidas a las que en el libro Tenerife 1906 se publican. Incluso, qué casualidad, retrató con su cámara a mi bisabuelo, David Sotomayor de Lugo-Viña, charlando con un amigo en una calle de La Ranilla. Desde luego, quien ha leído a Olivia Stone, que publicó parte de sus crónicas en The Illustrated London News, tendrá sin duda una visión muy aproximada de cómo eran las islas a finales del XIX. Y, naturalmente, poco había cambiado Canarias desde entonces a 1906, año en que fueron tomadas las fotografías del anónimo turista alemán cuyo nombre se llevó la riada.

Don Alfonso XIII ni siquiera llenó la plaza de toros de Santa Cruz, en la fiesta canaria en su honor. (Del libro Tenerife, 1906)

No olviden que las Canarias eran entonces, y son ahora, unas islas sin alimañas. Una tierra africana sin fauna peligrosa. Un lugar paradisiaco de clima benigno, nada hostil ni estridente, de bella orografía, presidido por un enorme Pico. Y, además, su variedad climática hacía de las islas un lugar apropiado para la cura de algunas enfermedades como la tuberculosis, la bronquitis crónica, la malaria, el asma. De ahí que británicos procedentes de las colonias hicieran una escala intermedia en el archipiélago antes de regresar a su país y que médicos, como el padre de Oscar Wilde, vinieran a Tenerife para estudiar la benignidad de su clima curativo. Se alojó este doctor en el Sitio Litio portuense, propiedad entonces de la familia Abercrombie, hoy de John Lukas.

Incluso la reina Victoria mandó al astrónomo real, el profesor Piazzi-Smith, a medir el Teide, lo que hizo con las famosas varas y con una asombrosa exactitud.

El rey, en coche de caballos, en el Puerto de la Cruz. (Del libro Tenerife, 1906)

Pues bien, el rey de España sólo tenía 28 años cuando puso pie en el suelo de la marquesina construida para él en el puerto de Santa Cruz. Ya se había formalizado su compromiso matrimonial con la princesa Ena de Battemberg, un año mayor que él, sobrina de Eduardo VII y nieta de la reina Victoria. Cuando el monarca español paseaba en calesa—que se conserva en el palacio de Nava lagunero— por la campiña isleña, cruzaba los caminos reales o tragaba el polvo de nuestros huertos de trigo no podía imaginar que un prócer tinerfeño, don Nicolás Estévanez y Murphy, iba a traer desde París la bomba que el anarquista Mateo Morral lanzaba sobre el cortejo nupcial real, el 31 de mayo de 1906, dos meses y cinco días después del monarca poner pie en Canarias.

Un día, paseando yo por Recoletos, por la Feria del Libro Viejo y Antiguo, compré una biografía de don Nicolás, un prócer canario, que fue de todo: ministro, gobernador civil de Madrid e intelectual. Se le relaciona con este atentado, que a punto estuvo de acabar con la vida del rey y de su esposa, aunque nunca se pudo probar su participación indirecta en el mismo.

Una mujer con su niño en brazos mira el interior de una ermita, en Martiánez. (Del libro Tenerife, 1906)

Nuestro fotógrafo anónimo, cuyo nombre se llevó la riada, está recorriendo ahora las mismas carreteras y caminos que el rey. Se ha ido a Las Cañadas, al drago milenario de Icod de los Vinos, anduvo por las callejas empedradas del Puerto de la Cruz, con sus enlutadas acompañantes guardando la etiqueta hasta en la playa de Martiánez, entonces –y ahora— un pedregal.

Grupo de niños, en el Puerto de la Cruz, en 1906. (Del libro Tenerife, 1906)

El libro contiene numerosas y muy interesantes fotografías. Fotos de nuestro mar, de El Burgado portuense, del Charco de la Coronela, sobre el que construyó el inmortal César Manrique el Lago de Martiánez; de nuestros pueblos, de nuestras familias del lado pobre de las poblaciones. Gentes sumisas y paupérrimas que mendigaban los restos del banquete de los ricos. De sus vestidos descuidados y de sus niños descalzos, sonrientes y felices. De sus iglesias, de los verdores en blanco y negro que uno imagina de colores. De las rutas isleñas de montaña y mar que todavía constituyen una seña de identidad arrinconada por el progreso, pero de ninguna manera olvidada del todo.

Hay más fotos de esa visita real. Pero el álbum que realizó para la Casa Real el fotógrafo palmero don Miguel Brito ha desaparecido. Tuvo menos suerte que el del anónimo turista alemán. Acaso en algún archivo de las Españas aparezca un día el trabajo del ilustre palmero. En la Real Sociedad Económica se guarda un relato del viaje, realizado por Domingo J. Manrique. Y algunas fotografías se conservan en esos archivos.

Exprimir toda una época se me hacía muy cansado, aún en 2003 cuando apareció mi libro Tenerife, 1906. Tenía que resumir mis datos y mis ideas; y resaltar la coincidencia entre la estancia del rey y del turista alemán, que se vieron en el Puerto de la Cruz; de lejos, naturalmente. Yo quería rendir homenaje a un personaje anónimo, por culpa de una riada, que retrató a la isla tal como era en 1906. Un señor que llegó desde Alemania con su familia, la conoció a fondo y luego se marchó a Venecia, como pude deducir al ver las fotos finales del álbum, que no aparecen en mi libro, y que sitúan a esta familia en la plaza de San Marcos, echando de comer a las palomas.

El viaje real, por otra parte, supuso para Canarias un acontecimiento. 1906 fue, acaso, el año más importante del siglo XX para Canarias. Vino un rey de España. Esta tierra se sintió, más que nunca, española; se le tributaron al monarca homenajes y adhesiones; los políticos de Las Palmas le pidieron su independencia de los de Tenerife; los herreños de Valverde lloraban en La Estaca por no poder ver a su señor; los políticos tinerfeños se dieron de tortas en una cena monárquica, boicoteada por liberales y conservadores, pero monárquicos; los más cultos solicitaron al monarca una universidad para Tenerife; cabalgó Romanones a lomos de un fornido alcalde; los lanzaroteños querían ser tinerfeños y los palmeros grancanarios.

Cosas, chiquitas quizá, de unas islas abandonadas, cuyos pleitos antiguos renueva inevitablemente la nebulosa del tiempo, que hace de invisible hilo conductor. Qué extraño se me ha hecho hallar lugares comunes entre los hechos acaecidos entonces y ahora. Quedan estas fotos. Las del turista anónimo y otras encontradas en varias partes del mundo que aparecen en mi agotado libro. Disfruten de esta historia que, al menos a mí, me parece apasionante.

Andrés Chaves
Andrés Chaves
Periodista por la EOP de la Universidad de La Laguna, licenciado y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ex presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, ex vicepresidente de la FAPE, fundador de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna y su primer profesor y profesor honorífico de la Complutense. Es miembro del Instituto de Estudios Canarios y de la National Geographic Society.

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