Este es un artículo escrito por un periodista. “Los periodistas escribimos cosas que deben devorarse como los pasteles, nada más salir del horno” (Edmundo About). El horno al que me refiero se encendió y apagó el 27 de marzo de 1977 y dejó 583 muertos. Han pasado 47 años.
La memoria se desparrama por los entresijos del tiempo. Sólo un recuerdo intencionado, como es este, la aviva. Pero, en todo caso, hago un ejercicio de memoria, mucho más leve, por tanto, que otro de exactitud científica. Entre otras cosas porque, repito, soy un periodista; es decir, un hombre que sabe de todo, pero realmente no sabe de nada.
Narrado con la perspectiva de medio siglo atrás, este reportaje pretende sacar a la luz las consecuencias, no sabidas por el gran público, de un suceso que conmocionó a la opinión pública mundial. El accidente de los Boeing 747 de Pan American y KLM, ocurrido en el aeropuerto de Tenerife/Los Rodeos en la aciaga tarde del 27 de marzo de 1977.
Extraño interés
Curiosamente se ha producido hace poco tiempo, tras el hallazgo accidental de un resto, supuestamente de uno de los aviones accidentados, cerca de la cabecera de pista de Geneto del citado aeropuerto, otra demanda de reportajes sobre aquel suceso.
Por otra parte, ese gran archivo globalizado que es la Internet colabora a echar más luces y más sombras sobre el ya citado choque de aeronaves en tierra, ocurrido, como todos los percances de la aviación –este fue realmente más un accidente de tráfico–, tras producirse un desafortunado y rocambolesco cúmulo de circunstancias adversas.
Es decir, que no hubo un único culpable, sino muchos, aunque el grado de responsabilidad mayor haya recaído, según la investigación y el informe oficial, en el comandante Van Zanten, un orgulloso instructor de la compañía KLM que, fatigado por largas horas pasadas a los mandos de su avión y por la tediosa espera en tierra, despegó sin la preceptiva autorización de la torre de control, a pesar de que creyó que la tenía.
Era tal su prestigio en KLM que cuando la noticia del siniestro llegó a la sede central de la compañía en Amsterdam, un directivo ordenó: “¡Que avisen enseguida Van Zanten!”, sin imaginar que había sido el comandante más experimentado de la compañía quien había causado la tragedia.
Sin querer alargar intencionadamente esta introducción, debo explicarles que yo fui testigo presencial de gran parte de los hechos ocurridos aquel 27 de marzo. Probablemente fui también el primer periodista que llegó a Los Rodeos tras el choque; y casi con toda seguridad fui el primer reportero que tomó fotos del siniestro, encaramado en la valla de mampostería que limita la zona aeroportuaria de Los Rodeos, fotografías que fueron a parar a la redacción de Los Angeles Times.
Como testigo de una tragedia que costó 583 víctimas entre pasajeros y tripulantes puedo saber muchas cosas, pero los años transcurridos desde aquel día ponen ante mí una nube de mayor densidad, incluso, que aquellas que impedían ver a los pilotos en la pista de 3.400 metros de largo por 45 de ancho del aeropuerto de Los Rodeos, cerca de la cabecera 3-0.
El “otro” peligro
Cuando traspasé aquella valla para comprobar el horror, e informar de los hechos, antes de que me invitaran los guardias civiles a salir del lugar de la colisión, tampoco me podía imaginar que otro peligro se cernía sobre todos nosotros.
Entre los restos calcinados de aquellos aviones y más concretamente entre los componentes de sus enormes alas, que ardían, se estaba gestando una tragedia potencial, mayor que la que se mostraba ante mis ojos, de la que se ha tenido noticia años después, aunque jamás se podrán evaluar sus consecuencias exactas. Esta es ya una tarea imposible, porque casi han transcurrido cincuenta años desde el accidente.
Bien es verdad que en el periódico El Día, gracias a las investigaciones efectuadas, en el almacén de un chatarrero tinerfeño –a donde fueron a parar algunos restos de los aviones siniestrados— , por un viejo químico tinerfeño, “armado” de un contador Geiger, se aludió a que los jumbos accidentados en Los Rodeos transportaban uranio y se daba barra libre a la imaginación refiriéndose las crónicas de entonces a un posible contrabando de este material, pues ninguna otra explicación se le ocurrió al descubridor de las pequeñas y pesadas barras halladas, ni tampoco al periodista autor de esta información. Ambos han fallecido.
Cosas de la biografía personal, yo era subdirector del periódico de la competencia de aquél, Diario de Avisos, y buscándole las vueltas a la información tan audaz publicada por el colega, investigué sobre el tema. Logré datos precisos sobre el empleo de barras de DU (depleted uranium, uranio empobrecido) en las estructuras (como contrapeso de las alas) de muchos de los 1.600 Boeing 747 fabricados hasta aquel momento para distintas compañías aéreas de todo el mundo, entre ellas Pan American. De ahí la alteración en el Geiger del viejo químico. Pero no, de contrabando de uranio, nada.
Por lo que luego diremos, supervivientes y personal de rescate que intervino en aquel accidente habrían sufrido un grave peligro. Incluso en una página de Internet (la fuente, Private Eye número 1056) se habla de que un policía español que participó en las tareas de salvamento y que atendió a los supervivientes del avión de Pan Am murió a consecuencia de la inhalación de partículas de uranio.
Uranio de guerra
Es cierto que desde el casi medio siglo transcurrido desde entonces han sucedido muchas cosas. Tantas como la guerra del Golfo, el conflicto de los Balcanes, la guerra de Irak, la de Ucrania y la reciente de Gaza. Los fabricantes de armas buscan materiales cada vez más mortíferos para que los contendientes se eliminen unos a otros. Es el sino de la Humanidad. Se trata de proyectiles más baratos y menos pesados, capaces de travesar el blindaje de los tanques y de otras defensas del enemigo.
El mundo del armamento vende más cuando logra que éste sea lo más eficaz posible. La eficacia se mide por el número de destrozos y de muerte. Parecen regodearse viendo cómo sus productos causan más y más daños en el adversario, en una loca carrera que parece que no va a tener fin. El uranio empobrecido se utiliza también en la fabricación de munición, sobre todo para armas pesadas.
Se ha hablado en esta época, pues, de misteriosas enfermedades padecidas por los soldados americanos que participaron en la guerra del Golfo y también en los alistados en las perdedoras fuerzas iraquíes. Los índices de afectados por leucemia aumentaron en la población militar que manejaba esta munición nueva, estos proyectiles desconocidos hasta la fecha. En la guerra de Ucrania vuelve a hablarse de nuevo de la fabricación de munición compuesta en parte por uranio empobrecido que, expuesto a excesivo calor, desprende peligrosas partículas. Pero volvamos al accidente de Los Rodeos.
Fui testigo de algo tan insólito en el mundo de hoy y tan común en el despreocupado mundo de hace medio siglo que me pone los pelos de punta. Un empleado de la representación de la compañía aseguradora Lloyd´s en Tenerife, aseguradora que pagó indemnizaciones a los pasajeros y familiares de los jumbos accidentados, usaba como pisapapeles de su despacho una de las barras de uranio empobrecido procedente de uno de los aviones siniestrados. Sostuve esa barra en mi mano, mientras charlaba con el representante de la autoridad nuclear española desplazado a Tenerife para investigar lo hallado en el almacén del chatarrero. “Lávate bien las manos”, me dijo, “y no te preocupes porque ese material cuando está frío no hace daño; ahora bien, reza para que no hayas inhalado partículas ardientes de lo que ahora tienes en la mano cuando llegaste a la pista en la que chocaron los dos aviones”.
Renovado interés
Cuando, hace unos veinte años, me llamó desde Londres el ayudante del productor de un reportaje que elaboraba la National Geographic –sociedad de la que soy miembro— sobre el accidente de los jumbos, que se rodó en Tenerife y que tuvo un éxito de espectadores inusual, y aún lo tiene, no me acordé de indicarle que investigara el asunto del uranio empobrecido. Pero sí le telefoneé días después para advertirle: “Lo que ocurrió aquel 27 de marzo no fue un siniestro aéreo, sino un accidente de tráfico”, le dije. Y añadí: “Pero además de los 583 muertos y de los dramas humanos vividos por los pasajeros, tripulantes y allegados está el tema del uranio”.
Mi interlocutor mostró entonces sorpresa y un gran interés por la historia que ustedes están ahora leyendo.
No sería fiel a la trama de este trabajo que, repito, no es un artículo científico sino un mero relato de los hechos y de sus posibles consecuencias, si no citara diferentes versiones de la malignidad del DU, de sus repercusiones para la salud a altas temperaturas y, por supuesto, de sus posibles efectos nocivos para los cientos de personas de los servicios de emergencia y de los supervivientes de Los Rodeos, para los habitantes de los alrededores y para los afectados de la treintena de accidentes ocurridos en la larga historia de los jumbos en todo el mundo.
Compañías como la extinta TWA, United, Delta, Pan Am, Northwest, American Airlines, Air Canada, Lufthansa, Air France, Alitalia, British Airways, Quantas, Air China, SAS y Swissair han transportado barras de uranio empobrecido en sus jumbos. También los más modernos DC-10 las incorporaron y otros aparatos más antiguos ya lo habían hecho, como el Lokheed L-1011 y el avión militar C-130 de este último fabricante.
La Agencia de Protección del Medio Ambiente de los Estados Unidos advirtió en su día a los países en los que se habían accidentado aviones que incorporaron a sus fuselajes barras de DU como contrapesos que vigilaran especialmente el entorno en el que se produjeron estos siniestros y a las personas que participaron en los rescates y residen o han residido en los alrededores.
Ignoro si en el caso de España (accidente de Los Rodeos, 1977; accidente en Málaga de un Lockheed 1011; y accidente de un DC-10, también en Málaga) las autoridades prestaron atención a esta recomendación. Pero los dos aviones siniestrados en Los Rodeos, matrículas N736PA el americano y PH-BUF el holandés supuestamente transportaban cada uno 1.500 kilos de uranio empobrecido en sus enormes alas.
¿Alguien informó a la población de Tenerife y especialmente a quienes participaron en el rescate de los pasajeros supervivientes, a los bomberos, miembros de Cruz Roja, Guardia Civil, Policía Nacional, sanitarios, etcétera de los peligros que corrieron? Esta pregunta no tiene respuesta y jamás, dado el tiempo transcurrido desde que ocurrieron los hechos, la tendrá.
¿Qué es el uranio empobrecido (DU)?
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) el depleted uranium es un subproducto del proceso del enriquecimiento del uranio y su radiactividad es aproximadamente el 60% de la del natural.
Las partículas finas del DU se inflaman con facilidad y producen óxidos. La propia OMS reconoce que el polvo inhalado de uranio empobrecido puede afectar a la salud de las poblaciones en cuyos ámbitos territoriales se ha producido el uso de municiones antitanque.
En una de sus fichas descriptivas, la número 257 de enero de 2001, la OMS reconoce que “las armas con uranio empobrecido se consideran convencionales y las fuerzas armadas las utilizan libremente”. Igualmente acepta la OMS que el DU se usa en contrapesos para aeronaves, blindajes contra radiaciones de servicios de radioterapia y para el transporte de isótopos radiactivos”.
La doctora Helen Caldicott, en un documento del Pentágono, indica que el uranio 238 (el DU) contiene “propiedades peligrosas”. Indica que “es pirofórico, es decir se prende llama cuando alcanza su objetivo, el blindaje de un tanque enemigo, por ejemplo, a gran velocidad. El fuego oxidiza el uranio y hasta en un 70% se convierte en volátiles partículas microscópicas, tan pequeñas que si son inhaladas tras una leve ventisca se alojan en los pulmones durante años”. Y, recientemente, investigadores españoles noveles han descubierto que actualmente permanecen en la atmósfera de todo el planeta, aunque no en proporciones potencialmente dañinas, restos de las últimas explosiones nucleares francesas en diversos atolones de su dominio.
Un riesgo evidente
Nadie, al menos que se sepa y que haya sido publicado, ha realizado un estudio médico-científico de lo que ocurrió en la isla de Tenerife tras el accidente del 27 de marzo de 1977.
Que se conozca, tampoco se ha realizado un seguimiento de la salud de las personas que padecieron la tragedia, ni tampoco del estado físico actual de aquellas otras que siguen vivas y que ayudaron a los supervivientes a superar el momento y apagaron los incendios de los aviones.
El tiempo de incubación para los tumores que pueda producir el uranio 238 oscila entre 5 y 60 años. Han transcurrido 47 desde aquellos hechos. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y qué puede ocurrir aún?
La doctora Caldicott, ya citada en este trabajo, que es miembro de la Nuclear Age Peace Fundation´s Council de los Estados Unidos, indica que “es casi probable que los casos de cáncer descubiertos en soldados de la OTAN en misiones de pacificación en Los Balcanes, así como entre los veteranos del Golfo, y por supuesto en los civiles que viven en estos países, sean sólo la punta del iceberg”. Estas teorías quedan reforzadas con las malas noticias sobre diversos tipos de cáncer infantil y de malformaciones congénitas de niños nacidos tanto en Irak como en los Balcanes, tras los conflictos armados que asolaron estos lugares.
Naturalmente que la virulencia de una guerra no es comparable con la más efímera, aunque igualmente trágica, de un accidente aéreo. Pero no debemos olvidar que unos 3.000 kilos de uranio empobrecido pudieron arder tras la colisión de los jumbos en los Rodeos, si se confirma que el avión holandés también llevaba ese sistema de contrapesos en sus alas. Desde luego, el de Pan Am, sí.
Evasivas del Gobierno español
El Gobierno de España, en un informe emitido alrededor del año 2000, se apresuró a decir que sus fuerzas armadas no cuentan con munición fabricada con uranio empobrecido, ni tampoco han permanecido sus soldados en zonas en donde haya sido utilizada, como en Mostar (Bosnia) o Istok, en Kosovo.
Insistía entonces el Ministerio de Defensa que hasta la fecha no se ha encontrado relación de causalidad entre el DU y los casos de leucemia aparecidos en personas que estuvieron en Kosovo. E intentaba tranquilizar a las fuerzas armadas con esta deducción: “El riesgo radiológico del DU es débil, porque la radiactividad de este material es menor que la radiactividad natural. El DU no puede representar riesgo radiológico más que en el caso de un contacto epidérmico prolongado con el producto puro”. Cuando leí esto me acordé del consejo que me dio el representante de la Junta de Energía Nuclear española desplazado a Tenerife: “Lávate bien las manos y no lo vuelvas tocar, pero reza porque no hayas inhalado partículas ardientes en el lugar del accidente”.
Las deducciones del Ministerio de Defensa español eran más optimistas (me recordaban a las del suceso de Palomares) que las de los expertos del Pentágono y que las de los más experimentados investigadores de los efectos del DU en la población mundial. El organismo de Defensa español añadía que “los 50 años de utilización industrial del DU no han puesto en evidencia patología alguna (sic). Hasta el momento no se ha constatado ningún efecto radiológico nocivo entre los trabajadores de la industria del uranio”.
Pero el departamento español repetidamente citado sí reconoce que han aparecido algunos casos de leucemia en militares españoles que durante algún tiempo estuvieron destacados en los Balcanes. De los tres fallecidos, uno estuvo en Bosnia en 1993, el segundo prestó servicio también en Bosnia en 1999 y el tercero en Macedonia en el 2000. Otros cuatro militares que sirvieron a su país (España) en los Balcanes sufrieron también la enfermedad. Cuando realicé la investigación seguían vivos, hoy, no lo sé.
Volvamos al pasado
Jesús J. Lavín estaba de servicio aquel domingo 27 de marzo de 1977 en el Centro de Operaciones de Vuelo de Iberia en los Rodeos. Tuvo ocasión de charlar con el comandante Van Zanten, ya que intervino en el despacho de los dos aviones que iban a chocar cuando ya él se había marchado a su casa a las tres de la tarde, finalizado su turno.
A las 17.30 Van Zanten había muerto. Él y 582 personas más. Lavín, que fue intérprete de las comisiones de investigación americana y holandesa de este accidente, me facilita una nota de la OMS.
La OMS, en esta nota (ficha descriptiva 257 de enero de 2001), minimiza también los efectos del DU, si bien se muestra prudente y reconoce que sus conocimientos sobre este tipo de uranio son incompletos. La Organización Mundial de la Salud indica que es necesario llevar a cabo más investigaciones. Y añade: “Habida cuenta de las incertidumbres que persisten sobre los efectos del DU, parece razonable iniciar operaciones de descontaminación en las zonas de impacto en las que existan un gran número de partículas radiactivas. Si se detectan concentraciones muy elevadas de DU podría ser necesario acordonar las zonas hasta que se eliminen las partículas. Esto se hace especialmente importante si es probable que haya niños en estas zonas”.
Hace unos dos años se encontró, semienterrada, cerca de la cabecera 3-0 de Los Rodeos, una de esas barras de DU procedentes del accidente o caídas a tierra desde algún otro avión. La encontró un vecino, que avisó a la Guardia Civil. No se ha vuelto a hablar del asunto, que yo sepa. Y la gran pregunta: ¿Dónde están ahora las barras de DU que no ardieron en el accidente de Los Rodeos? ¿Saben quienes las pueden manipular el riesgo que ello supone? ¿Qué fue del chatarrero y de su peligrosa mercancía?
Volvamos a Los Rodeos. Jamás un cúmulo tal de circunstancias se había dado cita en un accidente tan grave. Primero, una bomba del MPAIAC (Movimiento para Autodeterminación e Independencia de las Islas Canarias), que explotó en el aeropuerto de Gando y provocó el desvío de los dos aviones al aeropuerto tinerfeño. Segundo, el mal tiempo, que tenía casi bajo mínimos al aeropuerto tinerfeño. Tercero, el idioma inadecuado utilizado por el controlador encargado de las operaciones en la torre de Tenerife-Norte, que al parecer los pilotos holandeses entendieron a medias. Cuarto, una pequeña pero fundamental interferencia en las comunicaciones torre-avión holandés. Quinto, un aparcamiento de aeronaves sobrecargado por el tráfico desviado a Los Rodeos. No hay que olvidar el despegue sin recibir la autorización clara y definitiva de la torre, por parte del comandante del jumbo holandés, ni el discurrir errático, a causa de la niebla, del aparato americano por la pista principal, obviando las intersecciones.
Nombres para la historia
Un controlador aéreo que aún no lo era probablemente cuando ocurrió aquello, José Luis Sanz Santos, publicó en otoño del año 2000 un interesante artículo en ATC Magazine. En él se dice: “Otra de las anécdotas que alimentan la leyenda negra de Los Rodeos es aquella en la que el comandante de una aeronave, sabedor de las condiciones meteorológicas tan particularmente cambiantes de nuestro campo, se dirigió al pasaje de la siguiente manera: “Este es el tiempo en la ruta; el tiempo sobre Los Rodeos lo verán ustedes al pasar…”.
Ni Jacob Van Zanten, tan citado, ni su primer oficial, Klass Meurs, ni su ingeniero de vuelo, William Schreuder vivieron para contarlo. Sí pudieron hacerlo el capitán Victor Grubbs, comandante de Pan Am, y su primer oficial Robert Bragg, a quien pude ver, con el uniforme hecho jirones, lleno de sangre, la gorra en la mano y la mirada perdida, contemplando, impotente, cómo ardía su avión en la pista del aeropuerto. 61 supervivientes de 644 pasajeros, todas las personas con vida ocupantes del jumbo de Pan Am, ninguna del avión holandés.
Un ejercicio de memoria
Aquellos hechos me vuelven hoy a la mente, justamente cuando los rememoro escribiendo estas líneas, que ya dije al principio que no pretenden convertirse en un estudio científico, porque no poseo esa cualificación.
Debo insistir en el hecho de que pretendo escribir la crónica de lo que pasó, e incluso de lo que pudo ocurrir posteriormente, el relato de los peligros a los que nos vimos expuestos los que allí estuvimos, unos salvando vidas, otros muriendo lentamente con la piel hecha jirones y fuego en el cuerpo, otros cumpliendo con el inevitable deber informativo, intentando parecer inmunes al dantesco espectáculo, desde luego sin conseguirlo. Aunque a veces no lo parezca, los periodistas tenemos corazón.
No es grata, en esta y en tantas otras ocasiones, nuestra tarea. Primero, porque nos persigue la opinión de tantos que, como Unamuno, se compadecen de nosotros: “Muchas veces me he parado a reflexionar en lo terrible que es para la vida del espíritu la profesión del periodista, obligado a componer su artículo diario y ese nefando culto a la actualidad que del periodismo ha surgido. El informador a diario no tiene tiempo de digerir los informes mismos que proporciona”, dijo el rector de Salamanca.
Y luego está la cuestión ética. Se me plantearon muchas dudas aquel 27 de marzo: ¿Debo tomar fotos o intentar ayudar?; ¿debo publicar imágenes de cuerpos deformes, quemados y retorcidos, tiene ello interés informativo? Tuve varias respuestas; la primera, la de un fotógrafo de Associated Press que llegó al Diario de Avisos con una telefoto en la mano, dispuesto a comprar las gráficas que le ofrecíamos para enviarlas a un periódico de Los Ángeles, de donde procedía el pasaje del avión americano. “Ni una de muertos, ni una de gente quemada; sólo de restos del avión”, me dijo. Y así ocurrió, lo mismo que sucedió cuando los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York: no aparecieron fotos de personas muertas o heridas, sólo las inevitables de algunas que, desesperadas, saltaron desde las ventanas de los edificios.
No tengo una idea clara para estas preguntas. Yo no soy sanitario, ni poseo conocimientos médicos para atender a un herido sin dañarlo, por lo cual parece lícito que me dedicara a mi trabajo. Y para la publicación de las fotos acudí a mi maestro, director de mi tesis doctoral y mi decano en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, Ángel Benito, catedrático que fue de Teoría de la Información y doctor en Derecho. Me dijo: “Todo lo que repela no debe ser publicado”. Ha sido mi máxima profesional, después de haber cometido algunos fallos al respecto, antes desde luego de recibir el consejo del maestro.
Ninguno de los que acudimos a cubrir aquel siniestro sabíamos que bajo el drama evidente se gestaba otro peligro real, cuyas consecuencias no hemos terminado, ni terminaremos nunca, de evaluar: 3.000 kilos de DU ardían a más de 1.000 grados de temperatura, lanzando al aire partículas extremadamente peligrosas.
Reflexiones inevitables
Tengo que citar aquí la reflexión de Paul Morand: “El incógnito murió, asesinado por los fotógrafos de prensa. El hombre enfocado, desposeído de todo secreto, exhibido en millones de ejemplares que difunden su rostro, que trata en vano de ocultar con su mano. El hombre del mañana, ¿tendrá derecho a todo, excepto a la sombra?”.
Alfredo Embid era estudiante de Medicina en la Universidad de La Laguna cuando se produjo el accidente. Sus conclusiones rizan aún más el rizo del peligro que nos acecha por todas partes.
Embid ha estudiado la presencia de plutonio en las fábricas de uranio empobrecido de los Estados Unidos, que son las mismas que aportan las barras estabilizadoras de las alas de los viejos jumbos y de otros aviones. El propio Departamento de Energía de los Estados Unidos reconoce esta contaminación en Paducah, Portsmouth y Oak Rigde. Dicho departamento informaba en octubre de 1999 de que “el uranio empobrecido contiene plutonio y neptunium”, extremadamente tóxicos y cuya vigencia dura para siempre.
En una conferencia pronunciada por el citado Alfredo Embid y por Alfonso del Val en el Club La Prensa del periódico El Día, en Tenerife, en el año 1979, dos años después del accidente, ya se denunciaba el riesgo de los efectos del DU, tras el suceso. Entonces se dijo: “Ni los voluntarios, ni los servicios de bomberos, ni los trabajadores del aeropuerto, ni la población fueron informados de los riesgos de contaminación radiactiva por el polvo de DU quemado. Convertido en partículas de una micra (milésima de milímetro) y disperso por el aire en el medio ambiente contaminó tierras, aguas, animales y personas e incluso y potencialmente a los que no fuimos al lugar del accidente…”.
Se lamenta el doctor Embid de que no se pronunciara una palabra del asunto, por parte de las autoridades, ni siquiera en los medios de comunicación nacionales ni internacionales.
Preguntas para un final infeliz
Tras el accidente de Amsterdam en octubre de 1992, cuando se estrelló un Boeing 747 de la israelita El Al, la compañía Nuclear Metals, que proporcionó el uranio empobrecido al fabricante de ese avión, reconoció que los contrapesos de DU que llevan en las alas estas aeronaves se oxidan rápidamente a la temperatura de 500 grados, lo que supone una diseminación al medio ambiente en partículas microscópicas potencialmente inhalables y cancerígenas, generadas a unas temperaturas de unos 1.200 grados, típicas de este tipos de accidentes (como el de Tenerife).
Hay más preguntas, tras lo expuesto. ¿Estuvimos en peligro? ¿Lo estamos todavía? Evidentemente que sí. Se trata de preguntas que ya tienen respuestas en estas líneas. ¿Qué fue de aquellas barras de uranio que no se quemaron? ¿Se ocupó el Gobierno español de advertir de los riesgos a los implicados en el rescate? Evidentemente, no. ¿Se ha hecho un seguimiento de la salud de los supuestos afectados que aún viven? Rotundamente, tampoco. ¿Continúan las empresas fabricantes utilizando el DU como contrapeso en las alas de algunos modelos de aviones, por su pequeño volumen y gran peso? Tampoco hemos obtenido respuestas de fiar. ¿Está señalado el evidente peligro en los protocolos de rescate de accidentes de aviones, con la posible presencia de lingotes de DU en los aparatos hipotéticamente afectados? No lo sé. Yo lo que sé lo he contado.