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Lo que comenzó como una protesta contra la prohibición gubernamental de plataformas de redes sociales ha evolucionado en un movimiento masivo liderado por la Generación Z, impulsado por un enfado profundo contra la corrupción endémica, el nepotismo y la falta de oportunidades económicas. El resultado: al menos 22 muertos, cientos de heridos y la dimisión del primer ministro KP Sharma Oli, en un episodio que ha sumido a Nepal en la incertidumbre política.
Todo se remonta a finales de agosto y principios de septiembre, cuando el Gobierno nepales, bajo el mandato de Oli –un veterano comunista en su cuarto período como primer ministro–, impuso una prohibición sobre 26 plataformas de redes sociales populares, entre ellas Facebook, Instagram, WhatsApp y YouTube. La justificación oficial era combatir la desinformación, el discurso de odio y el fraude en línea, exigiendo a las empresas un registro obligatorio que no cumplieron en el plazo de siete días. Sin embargo, para muchos jóvenes, esta medida no era más que un intento de censurar las voces críticas y silenciar el descontento creciente en las redes.
Pero el veto a las redes fue solo el detonante. Detrás latía un malestar acumulado durante años. Nepal, un país de 30 millones de habitantes enclavado entre India y China, sufre una crisis económica aguda: el desempleo juvenil ronda el 20,8% entre los 15 y 24 años, según datos del Banco Mundial, y un tercio del PIB depende de remesas enviadas por emigrantes. Mientras tanto, la élite política –acusada de corrupción rampante– exhibe estilos de vida opulentos. Los hijos de los líderes, apodados «nepo kids» (hijos del nepotismo), publicaban en redes fotos de viajes de lujo y bolsos de diseño, contrastando con la pobreza de la mayoría. «Es intolerable ver cómo acumulan Land Rovers e importan agua mineral mientras el pueblo pasa hambre», declaraba un manifestante anónimo a la prensa internacional.
Esta brecha social, agravada por la inestabilidad política –Nepal ha tenido 13 gobiernos en 16 años desde el fin de la monarquía en 2008–, impulsó a la Generación Z a organizarse de forma espontánea, sin líderes formales ni partidos detrás. Usando las redes antes de la prohibición, convocaron protestas pacíficas que pronto se convirtieron en un clamor por reformas profundas.
El lunes 8 de septiembre, miles de jóvenes –muchos aún con uniformes escolares– se congregaron en Maitighar Mandala, cerca del Parlamento, en Katmandú y otras ciudades. Las demandas iniciales contra la prohibición de redes se ampliaron a gritos contra la corrupción y el nepotismo. Pero la respuesta policial fue brutal: fuerzas de seguridad usaron cañones de agua, gases lacrimógenos y, según Amnistía Internacional, munición real, dejando al menos 19 muertos y cientos de heridos ese día.
El Gobierno levantó la prohibición esa misma noche, pero ya era tarde. Indignados por la represión, los manifestantes desafiaron el toque de queda indefinido impuesto en la capital. El martes 9, la ira se desbordó: multitudes prendieron fuego al Parlamento federal, la Corte Suprema, el complejo palaciego de Singha Durbar (sede de ministerios) y las residencias de figuras clave como el presidente Ram Chandra Paudel, el líder opositor Sher Bahadur Deuba y el ex primer ministro Pushpa Kamal Dahal. Ventanas rotas, muebles saqueados y grafitis anticorrupción cubrieron los edificios. Tres muertes más se reportaron ese día, elevando el total a 22, junto a más de 1.000 heridos. En el caos, miles de presos escaparon de cárceles en el oeste del país, y cinco jóvenes murieron tiroteados al huir de un centro juvenil.
El aeropuerto internacional de Katmandú cerró temporalmente, y la ciudad se convirtió en un campo de batalla. Sin embargo, grupos de la Generación Z denunciaron que el movimiento fue «secuestrado» por oportunistas e infiltrados, responsables de la destrucción, mientras ellos abogaban por protestas no violentas.
Ante el caos, el primer ministro Oli presentó su dimisión el martes por la tarde, citando la «situación extraordinaria» en una carta al presidente Paudel, quien la aceptó de inmediato e inició consultas para un nuevo líder. Oli, de 73 años y al frente de una coalición entre su Partido Comunista y el Congreso Nepalí, se vio forzado a renunciar tras la renuncia previa de varios ministros, incluido el de Interior, por la gestión de la crisis.
El Ejército nepalés tomó las calles esa noche, imponiendo un toque de queda estricto y deteniendo a 27 personas. El jefe del Ejército, Ashok Raj Sigdel, apeló al diálogo para evitar más pérdidas, mientras el presidente Paudel invitó a líderes juveniles a conversaciones. La ONU instó a la contención y a una investigación transparente sobre la violencia, extendiendo condolencias a las familias de las víctimas.
Con Oli fuera, Nepal se enfrenta a un vacío político. Constitucionalmente, el presidente Paudel dirige el proceso, pero funcionalmente, el Ejército controla la situación para restaurar el orden. Los manifestantes, reunidos en redes sociales –ya restauradas–, debaten demandas como disolver el Parlamento, convocar elecciones en seis meses a un año, elegir directamente al primer ministro, imponer límites de mandatos y reducir el término parlamentario a cuatro años. Figuras como Balendra «Balen» Shah, el alcalde rapero de Katmandú de 35 años, emergen como posibles líderes juveniles.
La juventud, harta de promesas vacías, ha demostrado su poder para cambiar el rumbo de la historia.