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jueves, 16 octubre,2025

Inmigración o migración: un debate silenciado

Torre Pacheco, un pueblo murciano de 35.000 habitantes, salta a los telediarios por una pelea campal entre jóvenes marroquíes y vecinos locales. Las imágenes dan pie a los de siempre: unos gritan “racismo”, otros gritan “invasión”. Y entre grito y grito, el silencio culpable de los que gobiernan, de los que los acompañan y de los palmeros. Y a los que gobiernan, esto les viene bien, no se habla de la financiación singular a Cataluña. Solo de migración. De racismo y de lo malo que somos

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Y es que el problema no es la inmigración o migración, como quieran llamarle. El problema es no tener política de inmigración. Y aquí, en España, vale todo.  O tenerla a ciegas, bajo el dogma de que cuestionarla es de reaccionarios o de fachas,  cuando en realidad lo que resulta reaccionario es no hacer nada y mirar para otro lado. Y los que estamos dejados de la mano de Dios -sea el Dios que sea- es el resto, los que se sienten ya extranjeros en su propia tierra. Y ojo con hablar y mucho menos opinar. Censura. Pero yo, con el máximo de los respetos, planteo una crónica desde la sensatez que muestran las evidencias y datos del propio Gobierno de Sánchez.

En 2024, España recibió 56.852 migrantes por vía marítima, según datos del Ministerio del Interior. La mayoría llegó a Canarias. La gran mayoría no tenía contrato laboral alguno, ni medios de subsistencia, ni documentación fiable. Es decir: personas dejadas a la deriva, tanto en sentido literal como legal. Y con esto hay que remar.

Y aquí conviene señalar algo que, en Canarias, sabemos muy bien: los canarios también fuimos migrantes. Esto lo cuento para aquellos que comparan esta migración actual con la nuestra. Si estos opinantes se documentaran. Si leyeran.

Durante décadas emigramos masivamente a Venezuela, Cuba o Uruguay. Lo hicimos con lo puesto, sí, pero con una voluntad férrea de trabajar, integrarnos y de respetar al país que nos acogía. Los canarios no montaron guetos. No impusieron costumbres ajenas. No exigieron ayudas y subvenciones, pie en tierra. No pidieron preferencia en servicios sociales y sanitarios alegando discriminación. Y mucho menos elevaron las tasas de criminalidad allí donde iban. Lo que si hicieron los nuestros es que aprendieron a convivir. Y no porque fueran santos, sino porque sabían que iban como invitados.

Hoy, el flujo es inverso. Y, con frecuencia, los papeles se invierten: el que llega exige, y el que acoge calla. Y ojito con hablar. Por miedo, sí, por puro miedo, por la censura, por corrección política, porque lo tachan de facha, ultra y vete tú a saber de qué más. La condena es el ostracismo y, en suma, por abandono institucional de este país, llamado España, por ahora, tanto de los gobiernos central, autonómico o local. Da igual.

Es el eufemismo como política. El caso de los menores extranjeros no acompañados (menas, aunque ya el término parezca tabú y no se puede decir, no sé si escribirlo tampoco) requiere precisión jurídica, no sentimentalismo vacío. El principio del interés superior del menor no puede utilizarse como cortina para vulnerar la legalidad o para descargar sobre las comunidades autónomas una responsabilidad que no asumen los países de origen.

Muchos de estos menores no pueden demostrar su edad, otros mienten deliberadamente, nada más hay que verlos, aunque Clavijo, el presidente de Canarias, insista en llamarlos niños y niñas. Y los recursos públicos para su atención son limitados, aunque parezca que no. La respuesta no puede ser la inercia. Ni mucho menos se debe cargar de culpa a quienes alzan la voz, se atreven a opinar o virarse porque están hasta los mismísimos. Con el máximo de los respetos, ¡oiga! Pero no pretendan que nos creamos que se puede tapar el sol con un dedo. Ni que veamos que la leche no es blanca.

El mito de la multiculturalidad feliz se resquebraja cada día. ¿Cuántas mezquitas hay en Marruecos que acepten un templo cristiano al lado? Ninguna. ¿Cuántas leyes marroquíes castigan la apostasía, la homosexualidad o el feminismo? Muchas. Sin embargo, en España se permiten sermones salafistas, se toleran entornos de radicalización y se subvenciona la desafección a los valores constitucionales o españoles, sea de la comunidad que sea.

Sería bueno hacer una reflexión seria y valiente para defender los fundamentos civiles y democráticos de esta España sanchista, que ofrece derechos y no exige deberes. Bueno, sí, para los contribuyentes. Aquí nos hemos instalado en la cultura de solo derechos y muchas subvenciones.

La integración no es una utopía ni una obligación unilateral. Es un proceso recíproco. Y si una parte no quiere integrarse, no hay integración posible. No le quitas la sed al que no quiere beber, aunque le ofrezcas un bidón de agua.

Si miramos a nuestro entorno, Francia ha endurecido sus leyes. Italia ha blindado fronteras. Alemania ha reconocido públicamente el fracaso del modelo multicultural. Dinamarca exige dominio del idioma, lealtad constitucional y contrato de trabajo. Portugal acaba de crear una policía de fronteras. ¿España? Aquí la consigna parece ser no mirar, callar y tragar.

Se criminaliza al que alerta. Se subvenciona al que calla. Y se castiga al que exige que se respete la legalidad. De locos. ¿O no?

Ante los relatos, vamos a poner datos, que proporciona el propio Gobierno. Mientras este insiste en que «el 73 % de los delitos en España los cometen españoles» –no especifica si de origen– los datos oficiales del INE y del Consejo General del Poder Judicial dibujan otro panorama: los extranjeros delinquen 2,5 veces más que los nacionales en proporción a su población.

Por lo que, con solo estos datos oficiales, nos hace dar un giro completo al relato. Porque, efectivamente, dato mata a relato.

El dato no prejuzga. Pero debería obligar a interpretar con rigor. Que un colectivo —el 13 % de la población— concentre el 27 % de las condenas penales, y que su tasa de criminalidad por cada mil adultos supere ampliamente a la de los españoles, es un hecho jurídico relevante. No para criminalizar —sería intolerable—, pero sí para repensar políticas migratorias, recursos policiales, e incluso la configuración del tipo penal de expulsión sustitutiva del Código Penal.

El Derecho Penal no debe construirse sobre titulares, sino sobre contextos verificables. Lo contrario convierte la política criminal en propaganda, y al ciudadano en víctima del autoengaño institucional.

También conviene recordar que delitos especialmente violentos —homicidios, secuestros, agresiones sexuales— han crecido de forma sostenida desde 2017,  siempre según cifras oficiales. No hay alarma, pero sí hay tendencia de que esto sigue aumentando. Y cuando el relato niega lo evidente, la única defensa del Estado de Derecho es el dato.

Ningún país serio puede permitirse una inmigración descontrolada, sin reglas ni objetivos. Pero mucho menos puede permitirse renunciar a su identidad por miedo a parecer antipático y es que la política actual hace que tengan a la población acojonada – perdón–, por si abre la boca y molesta.

No es racismo pedir orden. Es decencia. No es xenofobia exigir reciprocidad. Es sentido común. Solo eso. El sentido común es la primera norma del Derecho.
Y no es intolerancia el pretender  proteger tu casa mientras abres la puerta a que quiera entrar, pero con respeto, con contrato, y con la voluntad de convivir, no de colonizar.

En cualquier caso, todo esto invita a una reflexión seria y con ánimo de buscar una solución a un problema al que se le vira la cara como si no ocurriera nada y temiendo hablar u opinar, por el qué dirán, porque estigmatizarte ya lo hacen por el solo hecho de no opinar, como el rebaño que conduce Sánchez.

Pero qué le voy hacer, siempre he formado parte de minorías oprimidas.

Juan Inurria
Juan Inurria
Abogado. CEO en Grupo Inurria. Funcionario de carrera de la Administración de Justicia en excedencia. Ha desarrollado actividad política y sindical. Asesor y colaborador en diversos medios de comunicación. Asesor de la Federación Mundial de Periodistas de Turismo. Participa en la formación de futuros abogados. Escritor.

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