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martes, septiembre 10, 2024

Falleció Juan del Castillo (81), escritor decimonónico del siglo XX

Juan del Castillo, en una foto de archivo.
Juan del Castillo, en una foto de archivo.

Era un escritor decimonónico, pero nacido en el siglo XX. Unas Navidades de hace quince años lo vi tan solo que lo invité a cenar, en Nochebuena, con mi familia, en mi casa de las afueras de La Orotava. Juan del Castillo y yo éramos amigos y vivimos algunos episodios políticos juntos. Era un hombre inteligente y capaz, pero le ganó la depresión. Yo le decía: “Juan, si no te tomas las pastillas no te curas”. Y no se las tomaba. Falleció ayer a las cinco de la tarde, a los 81 años; creo que andaba de hospitales en los últimos días, pero se negó a hablar con sus amigos de siempre desde hacía años. Yo, cuando me enteré de que rechazaba llamadas y además ponía mal a quienes le telefoneaban, jamás lo molesté. Quiero decir que hace más de diez años que no hablaba con Juan del Castillo, que será enterrado en su Villa, con honras fúnebres en la parroquia orotavense de La Concepción, a las 14 horas. Tampoco lo voy a molestar mañana porque jamás asisto a sepelios de los amigos; me da mucha pena. Ya sé que es una postura egoísta pero así lo he decidido. Juan tenía un montón de amigos, a los que ya no veía nunca: Paco Gómez, Isidoro Sánchez, Alfonso Soriano, Salvador García, Miguel Zerolo, Paco Padrón, yo mismo, Joaquín Súñer, la lista es larguísima, pero yo tiendo a no recordar nombres cuando estoy triste y hoy estoy triste. Juan era un excelente escritor, un escritor de detalles de pueblo, costumbrista que le dicen. Construía unos pregones maravillosos a partir de una prosa poética que bordaba. Era un gran lector de autores que a mí no se me ocurriría leer jamás y sufrió algunos golpes en la vida, como la muerte de su madre. Se cuidaron mutuamente toda la vida. Hijo único, su padre fue un conocido otorrino y odontólogo, un hombre culto, acostumbrado a las tertulias, un médico humanista que trasladó a su hijo el amor por la literatura y el diálogo civilizado. Alto funcionario de la Administración del Estado, ocupó cargos en Cádiz y en Tenerife, en la Delegación de Información y Turismo y en la de Cultura. Fue delegado para Canarias de Muface, la Mutualidad de Funcionarios. Brevemente, secretario general del Gobierno Civil. Era un personaje decimonónico, encantador, un bicho raro en una sociedad con la que no conectaba del todo. Tenía 81 años, desde el jueves estaba internado en el HUC. Había tenido, hace cuatro años, complicaciones intestinales que necesitaron una operación. Yo creo que Juan estaba cansado de vivir desde hacía mucho tiempo. Varias veces cayó en depresión y pensaba cosas raras. Pero se recuperaba. Su preocupación principal, la falsa sensación de que estaba arruinado. Y nada más lejos de eso. Disfrutaba de una posición desahogada. Sus libros de pregones son deliciosos, yo los conservo y los releo. Escribía con una prosa poética limpia, era un escritor nato, dotado de capacidad lirica insuperable. Sus artículos en los periódicos locales, que él titulaba “Desde el corredor”, los leía todo el mundo. Tenía la prosa de los grandes cronistas españoles y era también lector de libros de escritores decimonónicos, por eso la apariencia de su prosa también lo era. Cuando aquellas Navidades lo invité a cenar había nacido dos días antes mi sobrina-nieta, Andrea. La niña, acostada en mi enorme cama de matrimonio, le sonreía y él confesaba a los presentes que jamás había visto una criatura tan pequeña. Al día siguiente les mandó a sus padres una medallita y una cadena de oro. Era un hombre sensible y a veces incomprendido. Lala, la mujer que lo cuidó toda la vida y la que guardaba con llave los dulces el día de la romería, hasta que tocara comérselos, falleció hace un par de años. Era la heredera natural de Juan, pero murió antes que él. Viví con Juan del Castillo, como creo que he dicho, un montón de anécdotas. Frecuentemente nos reuníamos un grupo de amigos en el Real Casino para hablar de lo divino y de lo humano. Juan era irónico, se guardaba muchas historias para sí y citaba las que se podían contar. Me prohibió que contara cuando un perrito que tenía, un cooley, se le tiró a los huevos de un capitán general, invitado a su fiesta romera, el día en que los bueyes tiran de las carretas en La Orotava. No pasó nada, pero sí podía haber pasado. “No cuentes eso, no seas cabrón”, me decía siempre. Un día lo cogí con la guardia baja y me relató la anécdota, que no sé si yo exageré después; todo puede ser. Ya no veremos más a Juan del Castillo, o sí, en algún lugar, cuando el corneta toque reunión. Se va un buen amigo, un excelente escritor y un hombre enamorado de su pueblo, como Villero de Honor que era. Fue el título que más ambicionó, el que más celebró y del que estaba más orgulloso.

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