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En una operación que recuerda más a un despliegue de músculo geopolítico que a un acto de legítima defensa, Estados Unidos ha bombardeado esta madrugada varias instalaciones nucleares en Irán utilizando un arsenal de dimensiones extraordinarias. La ofensiva, bautizada como “Operación Martillo de Medianoche”, se ejecutó sin previo aviso y con una potencia militar pocas veces vista desde el 11S: 125 aeronaves, un submarino, misiles Tomahawk y 14 bombas de más de 15 toneladas cada una —las llamadas Massive Ordnance Penetrator, diseñadas para perforar búnkeres—.
A pesar del carácter masivo de la ofensiva, el Gobierno estadounidense insiste en que no se trata de una declaración de guerra. Según el secretario de Defensa, Pete Hegseth, el ataque fue «quirúrgico», sin enfrentamientos, sin respuesta del sistema de defensa iraní y con un éxito prácticamente total. Sin embargo, el secretismo y la unilateralidad de la acción despiertan múltiples interrogantes: ¿cuál es el marco legal internacional que ampara semejante ataque? ¿Por qué no se agotaron otras vías diplomáticas antes de recurrir a este tipo de fuerza?
La operación, que se habría estado preparando durante meses, se llevó a cabo con maniobras de distracción en el Pacífico y con un nivel de coordinación que incluyó hasta vuelos señuelo desde el territorio continental estadounidense. En su desarrollo participaron bombarderos B-2 que cruzaron Europa y lanzaron las llamadas superbombas sobre Fordow, Natanz e Isfahán, centros neurálgicos del programa nuclear iraní. Según las autoridades, el ataque buscaba frenar «la amenaza nuclear iraní» y enviar un mensaje de disuasión al régimen de Teherán. El propio Donald Trump afirmó que “Estados Unidos no busca la guerra, pero responderá con fuerza ante cualquier provocación”.
Las versiones oficiales aseguran que ni cazas ni misiles antiaéreos iraníes respondieron a la agresión. Pero esta supuesta “no reacción” podría leerse más como una imposibilidad técnica que como un gesto de contención. Mientras el Pentágono celebra la operación como una victoria técnica, no hay aún una evaluación independiente sobre los daños reales ni sobre posibles víctimas colaterales.
Resulta preocupante el tono triunfalista que ha acompañado los comunicados oficiales, donde se habla de “pulverización” y “golpe final al programa nuclear iraní”, mientras se elude cualquier autocrítica o reflexión sobre el impacto político, humanitario o diplomático de este acto. Tampoco se han mencionado las consecuencias que una acción así podría tener sobre la estabilidad regional o las relaciones con aliados que abogan por la contención.
En un contexto internacional cada vez más tensionado, esta operación supone una peligrosa reafirmación del poder militar estadounidense como vía predilecta para resolver conflictos. ¿Cuáles serán las represalias? ¿Cómo reaccionará la comunidad internacional? ¿Y qué consecuencias traerá el haber cruzado, una vez más, el umbral del uso preventivo de la fuerza bajo una justificación unilateral? Por ahora, hay más preguntas que respuestas. Lo que sí parece claro es que el reloj diplomático, que ya iba desajustado, podría haberse detenido esta medianoche.