Esta temporada 2024-2025 será recordada con amargura en las Islas Canarias. Por primera vez en mucho tiempo, tanto la UD Las Palmas como el CD Tenerife han sufrido un doble descenso que va más allá de lo meramente deportivo. La sensación que recorre las gradas, los bares y los medios canarios es clara: el arbitraje ha tenido un papel decisivo, y no precisamente por impartir justicia.
En un fútbol que presume de modernidad y de herramientas como el VAR para corregir errores, lo que ha vivido el fútbol canario esta temporada es, simplemente, grotesco. Partidos condicionados por decisiones inexplicables, goles anulados sin argumentos sólidos, penaltis que se señalan o se ignoran según una lógica difícil de entender, y revisiones en el VAR que parecen más un formalismo que un ejercicio real de justicia deportiva.
Tanto la UD Las Palmas como el CD Tenerife han sido víctimas repetidas de estas situaciones. No se trata de justificar un descenso con excusas, ni de negar los errores propios que ambos equipos han cometido (y muchos, además). Pero sí de señalar que, cuando los errores arbitrales son reiterados, sistemáticos y siempre en la misma dirección, dejan de ser anécdotas y se convierten en un patrón preocupante.
La geografía también juega su partido. Los equipos canarios están lejos del centro mediático y del poder federativo. No tienen el eco de los clubes peninsulares ni la presión informativa de las grandes capitales. En cada jugada dudosa, esa distancia parece cobrar un precio: el beneficio de la duda rara vez viaja en avión hasta el archipiélago.
Es imposible no recordar jugadas concretas que, en contextos decisivos, han inclinado la balanza. Goles legales anulados por supuestas faltas leves que en otras canchas no se sancionan. Penaltis por manos grises que no se revisan o se castigan con severidad desigual. Expulsiones que condicionan partidos. Y siempre, siempre, con un aire de impotencia desde los banquillos canarios.
Ayer, Álvaro Cervera rajaba de los árbitros y sorprendía con sus declaraciones: “No me merecen ningún respeto”. La inexplicable roja a Landázuri en el minuto 18 y la propia expulsión del técnico blanquiazul, hicieron que el míster no dudara en expresar su frustración en el post-partido. “Es esa prepotencia con la que andan…de verdad que a mí no me merecen ningún respeto. Ninguno. Ni deportiva ni personalmente, ninguno en absoluto. El mismo que tienen ellos por mí”.
En cuanto a la isla vecina, mi querido Andrés Arencibia en “El Nuevo Insular”, publicaba el cálido abrazo entre Caparrós y el árbitro Martínez Munuera tras el partido por la permanencia entre el Sevilla y la UD Las Palmas, añadiendo un comentario para la reflexión: “Con Munuera, el conjunto andaluz no pierde desde hace más de 5 años”.
Y mientras todo esto ocurre, la narrativa nacional pasa de puntillas. La injusticia silenciada es doblemente injusta.
Este no es un artículo contra el arbitraje como institución. La figura del árbitro es imprescindible, y su tarea, ingrata. Pero cuando los errores se convierten en una constante para unos y en excepción para otros, es momento de revisar el sistema. De exigir transparencia y, sobre todo, mecanismos que garanticen equidad, sin importar el escudo, la ciudad o el número de abonados.
El fútbol canario no pide privilegios. No quiere que se le regale nada. Pero sí exige, con todo el derecho, que se le mida con el mismo rasero. Que el árbitro no sea protagonista, ni verdugo. Que el VAR no sea una herramienta de frustración, sino de corrección.
Hoy, miles de canarios sienten que el silbato sonó en su contra demasiadas veces. Que los sueños de permanencia no se apagaron solo por el juego, sino por decisiones externas que pesaron más de lo debido.
Toca reflexionar. Toca hacer cambios. Y toca esperar que estos descensos solo sean “de paso” y que el fútbol canario vuelva a brillar como se merece.