⏱ 3 min de lectura
En una democracia sana, las leyes se hacen para todos. En una democracia creativa, se hacen para siete. Y si esos siete tienen los votos, pues adelante. Eso, en esencia, es lo que ha concluido la comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior (LIBE) del Parlamento Europeo, que ha emitido un informe que más que informe parece un acto notarial de lo obvio: la Ley de Amnistía fue la condición necesaria para investir a Sánchez.
En Bruselas, con ese tono tan correcto que usan para decirte que estás suspendido sin gritar, advierten que la ley podría violar los principios del Estado de Derecho, –podría, dice- comprometer la independencia judicial y erosionar la cooperación judicial entre estados miembros. Dicho de otro modo: que cuando un país empieza a legislar para arreglar pactos y no problemas, deja de ser un Estado de Derecho para convertirse en una oficina de tramitación de conveniencias y favores.
El informe recuerda que el uso del derecho penal con fines políticos no es un detalle menor. Es, en realidad, el síntoma de una enfermedad institucional. Y, como toda patología democrática, empieza sin fiebre, con buenas palabras. Pero si te pones a revisar el historial clínico, resulta que Puigdemont sigue fugado, Junqueras va camino de su beatificación laica, y la Fiscalía parece haber cambiado el “Ministerio Fiscal” por “Departamento de Atención al Cliente del Gobierno”.
En Moncloa, el informe ha sido recibido con la misma atención que un semáforo en ámbar: se ve, pero se ignora. Nadie ha salido a rebatirlo con argumentos jurídicos. Solo Óscar Puente ha dejado caer algún tuit, aunque seguimos sin saber si se refería a esto o a su última carrera en tren.
Y aquí es donde entra Pericles. Sí, el de Atenas, no el nombre en clave de ningún consejero del PSOE. Pericles dijo —cuando aún no existían ni Moncloa ni Puigdemont— que «el verdadero significado del Estado de Derecho es que todos estén sometidos a las mismas leyes y que las decisiones no estén al arbitrio de unos pocos». Si levantara la cabeza y viera lo que hace Sánchez, se volvería a morir. Pero, esta vez, de vergüenza ajena.
Porque lo que denuncia Bruselas no es solo una ley polémica. Es una ruptura del principio básico que legitima cualquier democracia europea moderna: que nadie, ni aunque tenga 178 votos, puede escribir la ley con nombre y apellidos. Que el poder no se justifica a sí mismo por su eficacia, sino por su sometimiento a reglas comunes. Y que, cuando el Estado de Derecho se debilita, no importa si llevas pulsera rojigualda o brazalete arcoíris: el que está desprotegido eres tú.
Ahora sigan justificando lo injustificable. ¿verdad, palmeros?