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Pedro Sánchez ha decidido recurrir a una fórmula conocida: ofrecer disculpas sin consecuencias. La renuncia de Santos Cerdán, hasta ahora secretario de Organización del PSOE y uno de los hombres más cercanos al presidente, ha sido el detonante de una comparecencia que, más que aclarar responsabilidades, parece orientada a contener daños.
El informe de la Unidad Central Operativa (UCO) que vincula a Cerdán con una supuesta red de corrupción ha hecho tambalear a la cúpula socialista. En lugar de responder con una depuración firme o abrir paso a un proceso de revisión interna, el presidente ha optado por una postura ambigua. «Mi decepción con Santos Cerdán es enorme», dijo Sánchez, antes de matizar que «hasta esta misma mañana estaba convencido de su integridad». Un mensaje que puede interpretarse tanto como una muestra de ingenuidad como de desentendimiento.
Pese a la gravedad del informe —que sitúa a Cerdán como posible gestor de pagos dentro de una estructura calificada de criminal—, el presidente ha zanjado cualquier especulación sobre elecciones anticipadas: «Convocatoria electoral no va a haber hasta 2027». Así, Sánchez intenta preservar la estabilidad de su mandato mientras evita abrir el melón de las responsabilidades políticas dentro del partido.
La elección del lugar tampoco fue casual. Ferraz, sede del PSOE, y no Moncloa, sirvió de escenario para una intervención que se presentó más como un acto de partido que como un ejercicio de rendición de cuentas institucional. El lema tras el atril, «España responde», suena irónico en un momento en que las respuestas parecen más bien evasivas.
Esta crisis no solo pone a prueba la integridad interna del PSOE, sino también la credibilidad del relato político de Sánchez, basado en la regeneración democrática. Pedir disculpas sin consecuencias prácticas corre el riesgo de alimentar la desafección ciudadana. En tiempos donde la exigencia de transparencia es cada vez mayor, las palabras, por sí solas, ya no bastan.