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La guerra en Ucrania ha dado un nuevo giro inesperado. Esta vez, no ha sido en el Donbás ni en Crimea, sino en pleno corazón del territorio ruso. En los últimos días, el Kremlin ha tenido que gestionar lo que parece una ola de sabotajes y ataques quirúrgicos en regiones consideradas hasta ahora fuera del alcance ucraniano. Mientras la maquinaria propagandística rusa trata de presentar a Ucrania como un “Estado terrorista”, los hechos apuntan a otra realidad: Rusia está perdiendo el control de su retaguardia.
El punto más llamativo del contraataque ha sido una operación del servicio de inteligencia ucraniano (SBU), que habría localizado y golpeado hasta 40 aviones en bases estratégicas en Siberia y el Ártico, dos regiones hasta ahora consideradas impenetrables. A falta de confirmación independiente, la magnitud de la ofensiva revela al menos un nivel de sofisticación y alcance que descoloca a la seguridad aérea rusa. En paralelo, dos puentes ferroviarios se vinieron abajo en las regiones fronterizas de Briansk y Kursk, con al menos siete muertos y decenas de heridos, incluida la tripulación de un tren de pasajeros y un camionero que cruzaba uno de los viaductos en el momento del derrumbe.
Las autoridades rusas han respondido de inmediato señalando a Ucrania. El senador Andrei Klishas, una de las voces más alineadas con el Kremlin, no dudó en calificar al país vecino como un «enclave terrorista» que ha dejado de funcionar como Estado. Sus palabras, sin embargo, parecen más propias de una estrategia discursiva que de una lectura jurídica. El uso del término «terrorista» para referirse a un país soberano, incluso en guerra, resulta problemático en el marco del derecho internacional.
Los detalles sobre los puentes derruidos se conocen de manera fragmentaria. Telegram, cada vez más utilizado como canal semioficial de información en Rusia, fue la primera fuente en hablar de explosiones deliberadas. Se encontraron supuestos restos de artefactos explosivos en los pilares, aunque no se ha mostrado evidencia verificable. Lo que sí está confirmado es que uno de los puentes colapsó durante el paso de un tren con 388 pasajeros. La cifra de heridos asciende a 47, incluidos tres menores, y varias personas continúan hospitalizadas. Mientras tanto, en Kursk, un segundo puente cayó al paso de un tren de mercancías que acabó envuelto en llamas. El maquinista resultó herido.
Más allá de la narrativa rusa sobre terrorismo, lo cierto es que estas acciones forman parte de una estrategia de guerra asimétrica que busca debilitar la logística militar rusa. Es difícil no ver en estos sucesos una advertencia clara: ni siquiera las zonas más alejadas del frente están a salvo.
En lugar de asumir la vulnerabilidad expuesta, el discurso oficial ruso se ha encerrado en una lógica binaria de enemigo y castigo. La respuesta propuesta por Klishas es crear una “franja de seguridad” que impida futuras incursiones. Sin embargo, esto no solo es geográficamente inviable, sino que parece ignorar que los ataques no llegan por invasión terrestre, sino por sabotajes internos, drones o infiltración táctica.
Mientras se habla de negociaciones en Estambul que no terminan de concretarse, lo que se afianza es un escenario bélico cada vez más imprevisible. Ucrania, lejos de retroceder, parece estar redibujando los límites del conflicto. Y Rusia, más allá del ruido mediático, está descubriendo que la guerra que inició ha traspasado sus propias fronteras. La pregunta es cuánto tardará en reconocerlo.