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En política internacional hay acuerdos que se negocian durante meses y hay otros que se construyen en apenas 280 caracteres. Donald Trump ha optado —como siempre— por lo segundo: anunciar que viajará a Egipto para “firmar la paz” entre Israel y Hamás, como si Oriente Medio fuera una escena de reality show en la que el presentador llega, sonríe a cámara, y con una rúbrica mágica resuelve décadas de conflicto.
Lo más inquietante no es la grandilocuencia del anuncio, sino la velocidad con la que amplifica una narrativa peligrosa: la de que la paz es un producto con foto oficial, una historia lista para Instagram, no un proceso complejo y frágil. Trump promete liberar rehenes, poner fin a una guerra y, de paso, ya adelanta que “la próxima será Ucrania”. El hombre que vendía rascacielos ahora es el pacificador, que Maravilla.
Pero Oriente Medio no es una alfombra roja. Quienes han sobrevivido a las tormentas políticas de la región saben que detrás de cada apretón de manos televisado hay semanas de silencios incómodos, mediadores anónimos y compromisos que se rompen antes de que se seque la tinta. Y si algo sobra en este tablero es desconfianza.
Trump viaja para sacar la foto. Y la foto —como toda escenografía— sirve para dos cosas: fabricar titulares y consolidar la narrativa del salvador que llega al último minuto. Si la paz cuaja, se apuntará el tanto. Si no, culpará a “los otros”. Es una jugada conocida: convertir la diplomacia en espectáculo.
Lo dramático es que mientras él posa, miles de familias siguen contando muertos y ciudades enteras siguen reducidas a escombros. En Gaza, la paz no se mide en flashes. Se mide en vidas.
Y eso, por mucho que le pese a los fabricantes de milagros, no cabe en una foto.
Pero es una muy buena noticia que nos encanta contarla.
