Yo siento orgullo de ser español y de nuestras Fuerzas Armadas. Me emociono cuando escucho “La muerte no es el final”, cuyo autor es un cura vasco, miren por dónde. La compuso el padre Cesáreo Garibáin con motivo de la muerte de un joven organista de su parroquia, que tenía tan solo 17 años. Y se ha convertido en un himno a los caídos. Tocada y cantada en Santa Cruz, el otro día, me emocioné, como se emocionaron los que, a demasiada distancia de la banda (por si venía Pedro Sánchez), la escucharon con profundo respeto. La presencia de miles de soldados, jefes y oficiales en Santa Cruz estos días le ha dado empaque y elegancia a la ciudad, frente a cuatro desgraciados que no aman a sus Fuerzas Armadas, esos desalmados del “no a todo” que basan su existencia en oponerse a lo que no sintoniza con sus sinuosos pensamientos, casi siempre espurios y cobardes. Sí, yo soy un demócrata, pero con las gilipolleces no puedo, ni con estos pollabobas tampoco. La democracia está reñida con la estadística, siguiendo la teoría de Borges y otros, pero también con los pollabobas que, por ejemplo, quieren hablar en los dialectos vascos y catalán en un lugar en el que todo quisque habla español, como es la conferencia de presidentes que organizó Sánchez para tomarle el pelo a las comunidades autónomas. Las Fuerzas Armadas cumplieron con su papel en Tenerife y celebraron su día grande, con la presencia de su rey, que es el jefe supremo de los ejércitos. Un rey que ha educado a su hija mayor en la disciplina militar. Un rey que da ejemplo de demócrata –aguantando lo indecible— y de monarca moderno y respetuoso con la Constitución, porque la monarquía parlamentaria es hoy, posiblemente, la mejor forma de gobierno posible. ¿Se imaginan a Sánchez sin la sombra del rey, al frente de una república? Ha habido momentos entrañables en estos días en la ciudad. Elegí para ilustrar el comentario uno de ellos: un ciudadano acaricia un perro de la Guardia Civil, ante la atenta mirada de su agente a cargo. Ese perro cumplirá su servicio y luego será jubilado, a los ocho o nueve años, y entregado a alguien que lo cuide. Casi siempre son los propios guías los que, de forma particular, se quedan con ellos. Yo tengo una perrita de quince años que es parte de mi familia, mucho más fiel que algunos tipejos y tipejas que se han cruzado en mi vida.
lunes, 1 diciembre,2025





