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Ayer fui a Santa Cruz, a la una de la tarde, y sufrí las consecuencias de los que viven ahí. Un caos de tráfico, a pesar de ser agosto. Cuando llegue diciembre, no les digo. Tapón de tráfico a la entrada, por las Asuncionistas, a la altura del instituto de enseñanza media, o como se llame ahora. Tapón bajando la calle Numancia, tras superar el kiosco Numancia. Tapón en la calle del Pilar, motivado por los restos del anulado carril bici, que ojalá sea descartado para siempre. Un tráfico infernal en agosto, pero sin embargo la TF-5 estaba bastante bien. Paré, ya de vuelta, en Los Limoneros a mandarme una tortilla jugosita y una ensalada de tomate de Guayonge, con aceite de oliva virgen catalán, de Lérida, y una cañita de cerveza, y continué hacia el Puerto de la Cruz, donde metí el coche en el garaje y me pegué una caminata desde mi casa a Cajasiete, al cajero, y luego me mandé, en San Telmo, que estaba lleno de gente bañándose, un helado monumental fabricado en Santiago del Teide por un italiano, que lo trae hasta el Puerto en camiones refrigerados. Excelente. La heladería portuense también la lleva una familia italiana. Luego me dormí una siesta de hora y media o más, porque el calor empezó a apretar de repente, y ahora que les escribo son las diez menos cuarto de la noche y hay 23,9º de temperatura exterior, 26º dentro de casa y una humedad del 59%. Tengo apagado el aire acondicionado, porque entra fresquito por la ventana. No está nada mal, para ser agosto y para haber anunciado la AEMET una ola de calor extremo. A partir de La Laguna y hacia Santa Cruz el cielo estaba despejado y limpio, en el norte reinaba la calima y el Teide se veía con dificultad desde La Baranda; o sea que ya les he dado el parte meteorológico con un poco de retraso, porque es el de ayer. Hoy tengo que volver a Los Limoneros, donde ha sido muy celebrada la entrevista que le hice a Juana, la señora de Chamorga que ocupó el lunes las dos páginas del Diario de Avisos. Lo mejor de ayer fue lo bien que se circulaba por la TF-5, donde creo que han puesto otro radar, pero yo no sé dónde, así que no me extraña que me hayan pescado. Ya les advertiré dónde está, aunque señal de que existe tampoco vi y eso hay que anunciarlo, si el radar es fijo, según el Tribunal Supremo.
En mi vida sólo me han puesto cuatro multas, una por no llevar el cinturón puesto, en los comienzos de la norma obligatoria, y tres por ligero exceso de velocidad. Si esto ocurre desde la fecha de mi primer carné, Tráfico debería premiarme. Tengo 14 puntos en el carné de conducir, si no recuerdo mal, y he sido siempre bastante respetuoso con las normas. Bueno, casi siempre. Aunque, por aparcar mal, me llegó el otro día una multa de hace más de cinco años, que no pienso pagar porque ya está prescrita. Debe ser que el Consorcio de Tributos tiene falta de perras y está rescatando expedientes viejos. Yo suelo decirle al cartero que diga que estoy muerto, porque, además, los carteros no traen sino malas noticias, será por lo mal que está Correos. Algún gafe ha metido Sánchez en el servicio postal, que por cierto en tiempos de Franco podías mandar hasta dinero dentro de un sobre y llegaba intacto. Mándalo ahora y verás lo que llega: una loncha de mortadela. Yo me acuerdo de que cuando estaba estudiando –bueno, o lo que sea— en Sevilla mi abuela me enviada de vez en cuando un billete de cien pesetas dentro de dos postales, y dentro de un sobre, y me llegaba intacto. Esto era en los sesenta.
Los veinte duros de mi abuela para mí eran como agua de mayo. Por la noche me los estallaba en la calle Sierpes y aledaños, desde la Plaza Nueva a La Campana, metiéndome en todos los garitos habidos y por haber y hartándome de pez espada con cervecita Cruz Campo.
El postre me lo tomaba en la pastelería Ochoa. Un yerno de Ochoa era profesor de ingeniería aeronáutica y muy buena persona. Cuatro mil pesetas al mes le costaba a mi abuelo el colegio mayor Fernando el Santo, de tan grato recuerdo, dinero que yo cobraba en el Mercado de Entradores, en el estand de don Evaristo, que representaba al SAO, la compañía platanera que presidía mi abuelo. Luego don Evaristo se lo cobraba a mi abuelo, claro. Eran cuatro mil, pero yo siempre pedía cuatro mil quinientas, “para gastos”. Mi abuelo jamás protestó, era un santo y un hombre muy espléndido. Yo estoy seguro de que lo volveré a ver y quizá en ese momento me amoneste por mi vida escasamente productiva mientras estuve lejos de casa, dedicado a la juerga, que no al fornicio, no vayan ustedes a creer. Y, sin darme cuenta, sigo contando a ustedes mi vida, señal inequívoca de que voy a dar el toletazo, como diría Pepe Monagas.
