Siempre se habla de agosto, que es un mes que no existe. Una vez me dio, en agosto, un patatús en Roma y otras dos estuve a punto de caer fulminado, los tres percances en el Vaticano. La primera cuando subía las escaleras de la cúpula de San Pedro, estrechas y de madera, creo recordar, y un tipo flaquito que iba delante en la fila se mandó tan fuerte gufo que hizo vibrar la columnata de Bernini, a medio kilómetro de distancia. Yo tenía mi nariz, audaz napia propia de la casa de Sotomayor, muy cerca de su tubo de escape. Creí que iba a morir del pestazo. Y la otra vez, visitando el fraude de los museos vaticanos (no ves nada de los museos entre la multitud), fraude típico de la Iglesia nuestra para recaudar, cuando un sueco con mochila amarilla y azul que circulaba delante de mí me metió en el ojo un pico de su mochila y consiguió hacerlo varias veces durante el trayecto. Si alguien hubiera gritado ¡fuego! en aquel tumulto, hay muertos. Juré por Judas Iscariote que no visitaría más veces el interior del Vaticano, ni para comprar en el economato, porque una amiga mía conoce al barbero del papa y nos daba acceso. Pero nunca más. A la cúpula de San pedro subí con una amiga, que iba detrás de mí y a la que le llegaron, por supuesto, los gases flatulentos del esmirriado peregrino. A los supuestos museos, con mi hija mayor, que no sufrió los embates, por fortuna, de la mochila picuda del nórdico. Yo he tenido la suerte de haber hecho una visita privada a esos museos, fantástica, con un guía particular, por manga con cierto arzobispo español de la curia. Como también he tenido la dicha y el privilegio de visitar las cuevas de Altamira, por invitación personal de don Emilio Botín, hijo, paz descanse, cuyo abuelo las descubrió y el Santander generosamente las mantiene. Fue un recorrido precioso, acompañado por una experta en las pinturas de la prehistoria que albergan las cuevas, hoy cerradas al público. El Santander, con una extraña generosidad que sin embargo agradezco, me pagó hasta el taxi, ida y vuelta, desde la capital de Cantabria, tras asistir a la rueda de prensa de don Emilio para comunicar los éxitos económicos de la entidad. Digo que ha llegado agosto, aunque no era agosto cuando fui a Altamira, sino en otro mes hábil porque en agosto todas las luces se apagan, menos las de los juzgados, según cuenta Juan Inurria en otro lugar de esta edición de hoy. Y mucho que me alegro. Ah, me olvidaba del patatús en Roma, también en la Ciudad del Vaticano, mientras visitaba aquello de nuevo con mis hijas. Fue un desmayo debido a un golpe de calor. Me atendieron ellas mismas y se arregló la cosa con mucho frío en la nuca. Pero me tuve que sentar en la acera y las pobres temieron que la cosa fuera más seria. Regresamos al barco, atracado en el puerto de Civitavecchia, sin novedad. Y conste que Roma es una de mis ciudades favoritas y también que los fetuchini de Alfredo, los auténticos –porque hay imitadores–, me perturban agradablemente el paladar. Ay.
lunes, 1 diciembre,2025





