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martes, 23 diciembre,2025

El Mito del Genio Maligno: Por qué la mayoría de los psicópatas no son Hannibal Lecter

El imaginario colectivo ha elevado al psicópata a la categoría de “genio del mal”. Hollywood lleva décadas alimentando esta narrativa, y quizá ningún personaje haya hecho tanto daño a la comprensión pública de la psicopatía como Hannibal Lecter: culto, refinado, brillante, capaz de anticipar cada movimiento policial como si jugara una partida de ajedrez tridimensional. La realidad forense es, sin embargo, mucho menos glamourosa. La mayoría de los psicópatas no son ni genios, ni estrategas, ni artistas del engaño. Más bien al contrario: suelen mostrar un patrón de vida errático, inestable, marcado por decisiones impulsivas, dificultades laborales y relaciones interpersonales que se desmoronan con rapidez. Su inteligencia no destaca estadísticamente por encima de la media, y desde luego no se corresponde con el mito del cerebro privilegiado propio de la ficción. Esta idea forma parte de la necesidad de desmontar la glorificación del psicópata, un paso esencial para comprender su verdadero funcionamiento psicológico.

Uno de los rasgos más característicos y menos cinematográficos del perfil psicopático es el llamado “estilo de vida parásito”. En la práctica forense, este término se refiere a la tendencia estable de aprovecharse de los demás para sostener su vida cotidiana: depender económicamente de parejas, amigos o familiares, manipular para conseguir alojamiento, dinero o favores, y evitar cualquier responsabilidad que requiera esfuerzo continuado. Este patrón no requiere una gran inteligencia, sino una combinación de superficialidad emocional, encanto inicial y ausencia de culpa. Lo paradójico es que, en la ficción, este parasitismo se transforma en sofisticación; en la vida real, suele traducirse en una persona incapaz de sostener un proyecto vital. A ello se suma la “necesidad de estimulación”, un rasgo igualmente frecuente: el psicópata se aburre con gran facilidad, necesita emociones intensas y busca situaciones de riesgo para combatir la monotonía. Esta búsqueda de adrenalina suele llevarlo a cometer errores, improvisar delitos mal planificados y dejar un rastro evidente que lo aleja del estereotipo del estratega silencioso. La mayoría de los detenidos con altos rasgos psicopáticos no son atrapados por la brillantez policial, sino por su propia torpeza impulsiva.

Como señalaba, el cine ha contribuido a distorsionar profundamente esta realidad. La industria audiovisual necesita villanos que fascinen, no sujetos que resulten previsibles o caóticos. Por eso crea arquetipos elegantes, con conversaciones refinadas y malicia intelectualizada. Estas imágenes son tan potentes que incluso influyen en cómo el público imagina a un delincuente peligroso. La consecuencia es un sesgo: nos cuesta reconocer que alguien sin carisma excepcional pueda ser psicópata y tendemos a valorar como ”inteligentes” comportamientos que responden simplemente a la frialdad emocional o la manipulación básica. Cuando se observa el funcionamiento cotidiano de estos individuos, la distancia entre la pantalla y la realidad es abismal.

Un punto clave para comprender esta brecha es la distinción entre empatía cognitiva y empatía emocional. El psicópata suele conservar y en ocasiones perfeccionar, la capacidad cognitiva para entender lo que otros sienten: puede leer expresiones, anticipar reacciones y utilizar esa información para manipular. Pero carece de empatía emocional, esto es, la resonancia afectiva que permite sentir el sufrimiento ajeno. Esta combinación, comprender sin sentir, es lo que otorga apariencia de inteligencia superior, cuando en realidad es un funcionamiento emocional deficitario disfrazado de habilidad social.

Como excepción enigmática dentro de la historia criminal, el caso del Asesino del Zodiaco suele citarse como ejemplo de un agresor que combinó control, frialdad y una capacidad inusual para evitar la identificación. Su comportamiento, planificado y críptico, contrasta con la típica inestabilidad del psicópata común. Aun así, su figura no puede tomarse como modelo de la psicopatía promedio; más bien, constituye un punto anómalo, un caso atípico donde la necesidad de estimulación convivió con un autocontrol calculado que sigue desconcertando a criminólogos y forenses. Esa mezcla de rareza, misterio y ausencia de resolución, lo ha convertido en un mito, pero precisamente porque no representa el patrón habitual, sino su excepción más intrigante.

En definitiva, desmontar el mito del “genio maligno” implica devolver la psicopatía a su lugar clínico real: no un laboratorio de inteligencias excepcionales, sino un trastorno de personalidad caracterizado por un déficit afectivo profundo, impulsividad, parasitismo y comportamientos desorganizados. La fascinación cultural por el monstruo elegante no solo es inexacta, sino que dificulta la comprensión social del fenómeno. La psicopatía no necesita un violín de fondo ni un doctorado en artes oscuras; necesita análisis riguroso, divulgación honesta y una mirada libre de mitologías. De otro modo, seguiremos buscando al villano equivocado mientras ignoramos al verdadero psicópata: el que no seduce, el que no brilla, el que no calcula… pero el que daña igual.

Benito Codina
Benito Codina
Psicólogo forense

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